viernes, 30 de septiembre de 2011

House of Cards

(1990, 1993, 1995)




La BBC tiene una fama, y bien merecida, en el ámbito de las series y programas de ficción y se ha convertido en una garantía de calidad en muchos casos. Lo atestiguan magníficas series actuales como Docttor Who, Sherlock o The Hour o clásicos shows de humor como Flying Circus y el siempre reivindicable programa radiofónico The Goon Show (con Peter Sellers y Spike Milligan).
Ni tan reciente como las primeras ni tan antigua como las segundas, encontramos House of cards, una miniserie de los años 90 protagonizada por Ian Richardson que narraba los tejemanejes políticos de Francis Urquhart, una especie de Maquiavelo moderno con grandes aspiraciones.


La primera entrega, House of Cards, nos muestra, como muchas de las grandes obras literarias y cinematográficas de la historia, la transición de Urquhart, y lo hace hablando directamente al espectador y haciéndole partícipe de sus brillantes planes. Manipulación, mentira, corrupción… No hay nada con lo que no se atreva, pero lo hace siempre con un estilo grandioso y una presencia memorable.
El guión de Andrew Davies queda en manos del director Paul Seed. Y el trabajo de ambos es brillante. Sin haber leído la novela original de Michael Dobbs, por supuesto, hay algunas cosas sobre las que no puedo opinar. Pero a diferencia de la miniserie de El topo, producida por la BBC por esos años y con Alec Guiness en el papel principal (y que daba la impresión de ser una plúmbea adaptación literal de los libros); House of cards tiene entidad como serie. Davies y Seed cambiaron la obra original para que Urquhart pudiera romper la llamada cuarta barrera (hablando a cámara), modificando y enriqueciendo relaciones y cambiando el final. No cabe duda de que si House of cards funciona es gracias tanto al material de partida como a la forma de tratarlo.
Con unos actores correctísimos (liderados por el poderoso Richardson) y una factura técnica impecable, House of Cards es una serie intrigante y sorprendente, un relato de corrupción política a todos los niveles financiada, a todo esto, por una cadena pública.


El éxito de la serie impulsó a la BBC a seguir la historia con To play the King. La escena final de la novela original hacía muy difícil una continuación de las aventuras de Francis Urquhart. Cosas de la vida, este final fue cambiado en la miniserie, abriendo así una puerta a una secuela.
Curiosamente, Michael Dobbs, el autor de la novela original, pareció seguir esta idea y decidió, auspiciado por el éxito, escribir la secuela en libro, para que posteriormente fuera adaptada por Davies y Seed.
Y aunque To play the King es sin duda una buena serie, hay ciertos fallos que la distancian de su predecesora. La serie se centra esta vez en las relaciones entre los políticos y la realeza, y en ese ámbito presenta algunos puntos verdaderamente interesantes, que podrían llevar la historia a un nuevo nivel.
Por desgracia, esta secuela se ve perjudicada por una atmosfera general de autoconsciencia. Nacida del éxito de la primera, más que de una verdadera necesidad de contar una historia, To play the King conoce su éxito y prolonga y sobreexplota los puntos fuertes de la primera parte, pero no lo hace naturalmente, sino dando la impresión de estar llevada por un fanático de la primera. El uso de ciertos elementos, la reutilización de tópicos establecidos anteriormente, la evolución de la historia por caminos trillados en el thriller político (algo bastante ausente en la primera parte) y, en general, la simplificación de personajes y situaciones, impiden que esta secuela esté al nivel de la original. Pero los puntos interesantes, que los hay, hacen una serie entretenida e interesante.


Nuevamente, con el éxito de las anteriores entregas y la moda extendida de hacer trilogías, Francis Urquhart volvió, con una nueva novela de Dobbs, un nuevo guión de Davies y, esta vez, un nuevo director, Mike Vardy. The Final Cut.
Lo que destaca ya desde los primeros minutos de esta tercera y última entrega es la hiperbolización de los males endémicos de la segunda parte. La sensación de estar viendo un fanfiction más que una continuación real aumenta, igual que lo hace la presencia de tópicos del género en la trama y los personajes, hasta el punto de parecer una traición a la obra original. Las conspiraciones por el poder de la primera parte y el papel político de la realeza planteado en la segunda, dejan paso en esta tercera parte a una obvia y muy vista historia de venganzas que concluye con un último episodio que simplifica al absurdo y al ridículo todo lo que significa Housa of cards. The Final Cut puede ser una historia entretenida vista por sí misma, pero sin duda es una degeneración obvia en comparación con sus antecesoras, con personajes que evolucionan de forma casi antinatural y un plantel de secundarios que carecen del carisma de sus predecesores.
Como con tantas otras obras que permanecen con holgada dignidad en sus dos primeras entregas y se hunden en la tercera, The Final Cut pretende poner un final obvio y manido a una historia que destacaba por ser algo diferente.

Con todo, aunque solo sea por su primera parte y los apuntes políticos de la segunda, House ofcards es una serie sobria, elegante y sumamente interesante.

martes, 20 de septiembre de 2011

No habrá paz para los malvados

(2011)




Existe una tradición de cine negro en España indudablemente idiosincrásico. A diferencia del género de terror de los últimos años, que en muchos casos no es sino una copia del cine que nos llega de fuera, el primero consigue destacar con películas tan interesantes como El crack de José Luís Garci o Todo por la pasta de Enrique Urbizu, director de No habrá paz para los malvados, que también puede inscribirse en esta corriente.

Lo que más llama la atención de la película es, incuestionablemente, el personaje principal, Santos Trinidad, y el actor que lo interpreta, siempre correcto y a veces inmenso José Coronado. Son ambos, personaje y actor, los que brillan en No habrá paz para los malvados y eso queda clarísimo en los primeros 15 minutos, que nos presenta a este individuo en medio de la noche madrileña. Un inicio con pulso, intrigante y que podría presagiar una película brillante.

Y hay brillantez en la obra de Urbizu, pero no suficiente como para hacer que el conjunto funcione y nos haga olvidar sus fallos, que están, en gran parte, en todos los planos en que falta el actor principal, que son bastantes más de los que cabría desear.
Urbizu y su coguionista Michel Gaztambide están empeñados en convertir lo que debería ser una película de protagonista absoluto en una película coral. El personaje de Santos Trinidad es algo convencional y presenta poca novedad, pero es indudablemente efectivo, más aun en manos de Coronado, quien podría cargar perfectamente con un thriller de tiros y drogas. La historia de su investigación presenta la gran mayoría, si no todos, los aciertos de Urbizu como director y guionista: los mencionados 15 primeros minutos o la escena en el vertedero con la ciudad al fondo (esta segunda, con magnífica fotografía de Unax Mendia)…

Santos Trinidad es un estereotipo que funciona, que no demanda mucho de Urbizu y Gaztambide como guionistas. En el momento en que ambos deciden crear una segunda trama con la investigación judicial, entra en escena una historia redundante, que no lleva realmente a ningún sitio y que ocupa la mitad (o más) de la cinta, poblada encima con un plantel de actores a cada cual más forzado, bien sea por ellos mismos o por la incapacidad de Urbizu para dirigirlos.
La historia de Santos Trinidad, por intensa que pueda ser en algunos momentos, cae víctima de la monotonía que suscita esta subtrama y sus personajes, que terminan arrastrando No habrá paz para los malvados a un final ridículo (no muy alejado del último acto de Frenético de Roman Polansky).

Enrique Urbizu nos da una película clarísimamente divisible en dos partes, una enormemente interesante y una innecesariamente monótona, y aunque la primera salva la película del olvido inmediato y el horror, la segunda lastra la cinta y la impide ser tan grandiosa como podría haber sido.





jueves, 15 de septiembre de 2011

El cine y las subvenciones: El arte y el negocio

Uno de los temas polémicos que siempre ha suscitado el cine español es el de las subvenciones, tema que ahora reaviva con gracias al director Tinieblas González, que dio a conocer públicamente lo que ha pasado con su película, Alma sin dueño.
No es una novedad, pero sí debería ser un escándalo, que cada año se producen en el cine español decenas, si no cientos, de películas que jamás son estrenadas. Sirva como ejemplo The Birthday, que salió directamente en DVD 4 años después de terminarse, o Extraterrestre, que fue comprada en Francia antes que en España.
Uno de los principales problemas del cine español es la distribución.

Como el propio Tinieblas González dio a entender a los medios, la raíz está en que las productoras recaudan los beneficios con las subvenciones públicas, haciendo irrelevante que se estrene o no la película.
Se nos plantea la pregunta, ¿por qué es necesaria una subvención? ¿Por qué pagamos todos por películas que no podemos ver en cines o que tenemos que pagar para ver, o que no nos gustan?
El ex director del ICAA, Fernando Lara, publica en la revista Fotogramas de septiembre un artículo donde explica que las subvenciones se basan en “la excepción cultural, que intenta preservar esos bienes de aquellos que poseen un simple valor comercial”. Es decir, el cine como arte, o el cine como negocio.

Existe una cierta reticencia general a tratar al cine como arte y se le mira, simplemente, como negocio. Quizás porque es mucho más joven que la pintura, la escultura, la escritura, la música…aunque, curiosamente, los englobe a todos.
Pero si no dudamos de que Beethoven y Van Gogh son arte, no deberíamos dudar de que también lo son Hitchcock y Spielberg. Si unos son mejores que otros, es otro tema distinto.

Por otro lado, también los hay que no quieren tratar al cine como negocio, sino como arte.
La cuestión es que Van Gogh y Beethoven llevan ya muchos años muertos, pero Spielberg está muy vivo, y cada nueva película que hace implica una dedicación completa de cientos de personas y recursos, con el consiguiente dinero invertido que debe recuperarse. Es decir, el cine es arte Y negocio, son inseparables.
Charlton Heston lo resumió con la muy conocida frase “el problema de las películas comerciales es que el cine es un arte, y el problema de las películas artísticas es que el cine es un negocio”, una parte no puede vivir sin la otra, por definición.
El brillantísimo cineasta Paul Thomas Anderson, por su parte, dijo “Veo las películas de Spielberg y son cuentos de hadas, y yo hago una película sobre cáncer y ranas. Aun así, quiero tener el mismo número de espectadores. Ese es un mi objetivo y he fallado si no lo he conseguido”. No era el único. Cineastas de reconocida calidad, artistas personales como eran Stanley Kubrick y Alfred Hitchcock (por citar dos) tenían siempre un ojo puesto en la taquilla.

El arte es una expresión personal de una o varias personas hecha para disfrute de otras; el objetivo de todo cineasta debería ser expresarse y buscar que su expresión y sus sentimientos lleguen al máximo de personas posibles.
Pensar que el cine no es un negocio, que la película de uno es demasiado buena para ser disfrutada por espectadores mundanos, que la expresión personal no tiene por qué ser compartida por otras personas… No es arte. Es, simple y llanamente, masturbación.

El cine no tiene barreras, no más que las que nosotros le imponemos. Presuponemos que una película de género es inferior a un drama, presuponemos que el gran público solo quiere ver películas malas… Y nos encerramos en esa burbuja de dramas mil veces vistos, alabados alrededor de todo el mundo, que fracasan en taquilla porque “los espectadores no saben lo que quieren”. Y como no saben lo que quieren, debemos encontrar subvenciones, para que este nuestro “arte” siga vivo y pueda seguir siendo ignorado por todas las personas a las que, supuestamente, debería apelar.

Hasta que desaparezcan las subvenciones desmesuradas, hasta que haya un control real de producción y distribución de películas, hasta que la industria salga de su endogamia y su autocomplacencia, hasta que los directores acepten que tienen que hacer negocio… Hasta que ese día llegue, el cine español seguirá teniendo un gran problema.