viernes, 29 de enero de 2010

Acantilado rojo

(Chi bi, 2008)
(Chi bi xia: Jue zhan tian xia, 2009)





Desde el estreno en su día de Tigre y dragón (Wo hu cang long, 2000), la correcta película de Ang Lee, las películas históricas chinas han ido cobrando cada vez más relevancia en occidente, mayormente a cargo de Zhang Yimou, con obras tan interesantes como Hero (Ying xiong, 2002) o la magnífica La maldición de la flor dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006).
Ahora, John Woo, director de películas tan olvidables como M.I.-2:Misión Imposible 2 (Mission: Impossible II, 2000), vuelve a su país de origen, donde se dice que hizo sus mejores trabajos en los años 70 y 80, para contar una historia épica y legendaria, la de la batalla que tuvo lugar en el Acantilado rojo entre diferentes ejércitos.


El resultado de tal proyecto han sido dos películas de dos horas y media cada una, un díptico que se extiende durante cinco horas y que en occidente ha sido convenientemente sazonado y remontado.
No deja de resultar curioso que, mientras diversas distribuidoras se afanan en vender montajes extendidos de películas mediocres y existe una mentalidad de rescatar aquellos clásicos del cine que en su día fueron mutilados, se remonten porque sí películas ajenas, dejándolas en la mitad de su metraje.
Si la versión reducida es mejor o peor no es cuestión, pues lo que importa es que esa no es la película original, que es como es, con sus aciertos, sus fallos y su duración.


¿Significa este afán de ver el épico montaje original que la película de Woo es una obra maestra que permanecerá en la historia como una película épica de tintes clásicos? Las cosas como son, no, en absoluto. No obstante, este retorno del director a su China natal es una más que interesante historia que da mil vueltas a su etapa americana.
Así, lo primero que llama la atención de Acantilado rojo es la capacidad de Woo para desenvolverse con una historia tan compleja, construyendo una película bélica por momentos fascinante, extremadamente entretenida para sus cinco horas de duración y con una perfección técnica impecable (a la que sólo cabe achacar una banda sonora por momentos memorable pero irritante con su insistencia).


Con un reparto liderado por unos estupendos Tony Leung y Takeshi Kanehiro, dos actores del cine de Yimou, este drama bélico es perfectamente divisible en dos estilos diferentes, con sus más y sus menos.
Sin ser enormemente elaborada, lo cierto es que la parte estratégica y bélica de Acantilado rojo (más acentuada en la primera película) es prácticamente intachable.
La capacidad de Woo para visualizar las batallas (hay tres en toda la obra) y hacerlas interesantes es sólo superada por su pulso a la hora de planificar las tomas y narrar las diferentes estrategias y pactos que llevan a cabo los protagonistas . Así, escenas como el primer encuentro en el Acantilado rojo entre los dos protagonistas o la batalla inicial, son momentos que resultan, aunque quizás algo simplificados, enormemente interesantes y por momentos fascinantes.


Pero la moneda que el chino lanza al aire tiene dos caras, y la otra no es tan positiva. Existe en Acantilado rojo un estilo dramático, más acrecentado en la segunda película, que lastra la obra. Y es que, siendo claros, Woo carece del talento de Yimou para narrar dramas humanos, y el componente más emocional de su díptico está a años luz del que el otro director demostró en la mencionada La maldición de la flor dorada.
Es en subhistorias como la de la mujer de Zhou Yu (a la que tampoco ayuda la floja interpretación de Chiling Lin) o en la relación que traba la espía en el campo enemigo (y que pretende acudir a la emotividad facilona) donde la obra se resiente y llega, por momentos, a rozar el ridículo (el nacimiento del caballo, verdaderamente surrealista).


Son sus elementos bélicos (tales como la maniobra de Zhuge Liang para recoger flechas) y estratégicos (el mandato de Yu a sus hombres para borrar los granos de arroz de sus botas) y la relación entre sus dos protagonistas, que fácilmente ocuparán cuatro horas del metraje, donde la nueva película de John Woo encuentra su tono y consigue despegar.

miércoles, 27 de enero de 2010

Sherlock Holmes

(2009)





El detective creado por Conan Doyle es, a día de hoy, el personaje literario más adaptado al cine. Los progresivos cambios que han ido dándose en el mundo fílmico sobre él y que han hecho olvidar ciertos rasgos de su personalidad o han encumbrado elementos apócrifos (“Elemental, querido Watson”) , nos llevan a concluir que las películas de Sherlock Holmes sólo pueden ser vistas, en la mayoría de los casos, como hijas de su tiempo, con todos los fallos y los aciertos que ello conlleva.


Y si en los ochenta tuvimos la versión juvenil y fantasiosa del personaje, con El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, 1985), ahora toca una revisión enmarcada en el contexto de las superproducciones cargadas de acción y efectos especiales.
Aun teniendo en cuenta la presencia de Guy Ritchie y Joel Silver, lo cierto es que esta nueva visita al universo del detective consigue salir con cierta dignidad del atolladero. Y, con las películas que hemos podido ver últimamente, ello ya es en sí mismo algo a destacar.


Partiendo de una visión acomodada a los deseos de las productoras, la nueva aventura de Sherlock Holmes recupera ciertos elementos de la obra original que hasta ahora habían estado enterrados, tal como su afición al boxeo, a la esgrima, o la inusitada dignidad del personaje de Watson. Y, por supuesto, la presencia del razonamiento deductivo.
Por supuesto, todos los elementos estarán contemplados desde el prisma de una superproducción de acción del siglo XXI y serán convenientemente sazonados para tal caso, incluyendo resoluciones (como la explicación final) forzadas y facilonas, un sentido del humor que a veces funciona (Sherlock Holmes saliendo por la ventana) y a veces no (él atado desnudo a una cama) y unas escenas de acción no demasiado bien resueltas.


Contando con un guión aceptable, Guy Ritchie toma las riendas de la película rodeándose de un equipo de técnicos y especialistas que, por supuesto, saben cumplir perfectamente con su profesión, pero que no consiguen cubrir las carencias del inglés como director.
Y es que, aunque sus tics (ralentizaciones y derivados) puedan estar mejor llevados que en otras películas, su dirección termina resultando verdaderamente apática, sin transmitir absolutamente nada.
Con este panorama, quién lo iba a decir, uno de los elementos más destacados sería la partitura del cada día más temible Hans Zimmer, capaz de lo mejor (The Ring) y lo peor (Kung Fu Panda), que aquí, aunque sin hacer nada especialmente brillante, se atreve a innovar en el sonido y crear algunos temas musicales que intentan ir más allá de una tonadilla heroica (aunque sólo lo consiga a medias).


Así, Sherlock Holmes se aúpa enteramente en los hombros de sus actores principales, Robert Downey Jr. y Jude Law (a Rachel McAdams mejor no mencionarla).
Con su humor y moderación el primero y con su porte el segundo, encarnan a los personajes de Conan Doyle de una forma más que correcta y se aprovechan de los pocos detalles realmente mencionables del guión (y que siempre se refiere a la relación entre ambos), y dan cierto atractivo a una película que, aunque en ningún momento llega a insultar la inteligencia del espectador, termina haciéndose algo cansina.

lunes, 25 de enero de 2010

Dersu Uzala

(1975)





Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954) y Rashomon (Rashômon, 1950) son a día de hoy películas de una brutal influencia, incluso en aquellos que no las conocen pero han sido testigos de remakes u homenajes varios, que ya prácticamente forman parte de la cultura popular, como quien dice.


Akira Kurosawa, probablemente uno de los mejores directores de la historia del cine, ha sido un autor enormemente homenajeado y con una carrera por momentos brillantes en la que no sólo sobresalen las cintas ya mencionadas, que también (especialmente la primera, brillante), sino la plasmación en imágenes de la historia real de Dersu Uzala, un cazador de la tunda rusa que traba amistad con un capitán del ejercito ruso.


El japonés se adentra en el cine ruso con un idioma extranjero para narrar una historia sencilla, que no simplona, con la parsimonia característicamente oriental.
Y es aquí, descansando enteramente sobre sus personajes y construyendo unas relaciones que, lejos de la obviedad y el énfasis, resultan de lo más realistas, donde Dersu Uzala se conforma como una película verdaderamente memorable y conmovedora, con momentos tanto emotivos (el reencuentro) como verdaderamente dramáticos (su último acto, desgarrador).


El poderío visual de Kurosawa es un elemento vital para construir una historia que sustenta gran parte de su peso en la imagen y la ambientación, que componen una recreación magnífica de la naturaleza y ayudan de forma inestimable al mensaje naturalista que encierra la cinta y que a día de hoy conviene no olvidar.


El personaje de Dersu, encarnado magnificamente por Maksim Munzuk, es uno de los protagonistas más memorables del cine de los últimos 40 años, y presenta, en su relación con el capitán, momentos que conforman una obra de una gran fuerza.
La diversión, la emotividad, el drama... hacen de Dersu Uzala, en su sencillez aparente, una película imprescindible y difícil de olvidar.

viernes, 22 de enero de 2010

El exorcista. El comienzo (La versión prohibida)

(Dominion. Prequel to the Exorcist, 2005)





La historia detrás de El exorcista. El comienzo es una de esas que, como mínimo, llaman la atención.
A la hora de hablar del pasado religioso del padre Merrin, los ejecutivos de Warner Bros se hicieron con un guión escrito a cuatro manos por William Wisher Jr. (colaborador habitual de James Cameron) y el reputado novelista Caleb Carr.
La película, que iba a dirigir John Frankenheimer antes de morir, llegó a manos de Paul Schrader, cuyos guiones para Taxi Driver o La última tentación de Cristo, sin duda le sitúan como un tipo de cierto interés (aunque menos talentoso de lo que él mismo se piensa).


El resultado final de la película fue mostrado a Warner Bros y su reacción ante lo que habían visto, que era más un drama que una película de terror, fue la de despedir a todos los implicados, contratar un nuevo guionista y rehacer la historia sobre el enfrentamiento del padre Merrin con el demonio para convertirla en una película de vómitos y sangre.


Posteriormente, debido a las malas criticas que cosechó la versión nueva, los ejecutivos decidieron lanzar el montaje original de Schrader, en la esperanza de que su visión, más personal, les valiera alguna buena crítica.


En los diez primeros minutos de El exorcista, el cada vez más perdido Williamd Friedkin supo dar un comienzo magistral a una obra convertida hoy en película de culto. Sin apenas contar nada, reposó todo este soberbio inicio en una dirección, una ambientación y un misterio impresionantes.
El exorcista. El comienzo, ambas versiones, tienen más que ver con estos primeros momentos que con lo que sería la historia posterior.
Pero, como era de esperar, ninguna de las dos versiones consigue igualarlos.


El guión de Wisher y Carr para esta génesis es, cuanto menos, atípico y valiente. Ambos buscaron más un drama de tintes filosóficos y teológicos que una película de terror. Una historia guiada por los personajes, con más aciertos que fallos (el elemento humano en el mal), que, si bien no perfecta, se erige como más elaborada de lo habitual.


Schrader, por su parte, presenta más fallos que aciertos. Aunque tiene buenas ideas, ciertos detalles brillantes (la primera noche en el campamento) y presenta una dirección clásica, el colaborador de Martin Scorsese hace un trabajo demasiado flojo, totalmente carente de la intensidad, el drama y el miedo que una historia así requería y a los que el guión da pie suficiente.


Así, momentos como los que intercalan la profanación de la iglesia con el nacimiento y la operación son, en su concepción, grandes escenas, pero quedan en nada, mientras que ideas como el delirante sueño del padre Merrin o los elementos sobrenaturales, con ciertos atractivos, terminan cayendo en el ridículo.


Toda la película, salvo el guión, resulta apática y estática, con un reparto que no pasa de correcto (salvo el siempre interesante Stellan Skarsgård, que sabe llevar todo el peso de su personaje) y un equipo técnico lejos de lo mejor que podían dar, con la aburrida fotografía de Vittorio Storaro, la irregular partitura musical de Angelo Badalamenti (combinada con temas de Trevor Rabin para la otra versión) o los mediocres e innecesarios efectos visuales.


Pero, con sus más y sus menos, sería injusto negar que El exorcista de Schrader es una película interesante.
Aciertos argumentales y visuales, junto a una dignidad perdida en el cine de terror actual, le dan cierto valor; pero terminan hundiéndose por un director que no es el Friedkin de los 70.

miércoles, 20 de enero de 2010

Monstruoso

(Cloverfield, 2008)








El por qué J. J. Abrams recoge tantos cumplidos es algo que, a día de hoy, escapa por completo a mi entendimiento. Es un cineasta con algunos aciertos, sí, pero sus mayores éxitos han sido llevados por otros.
La estupenda serie Perdidos (Lost, 2004-2010), por la que tanto se le reconoce, fue co-creada por Damon Lindelof, y es a día de hoy llevada completamente por éste y Carlton Cuse, casi sin presencia de Abrams.
Los trabajos más directamente relacionados con el director-productor-guionista son la terrible Nunca juegues con extraños (Joy Ride, 2001), cuyo guión escribió, las prescindibles series Felicity (1998-2002), Alias (2001-2006) y Fringe (2008-2010), y sus dos trabajos como director, la indiferente Misión Imposible 3 (Mission: Impossible III, 2006) y la directamente mala Star Trek (2009).


A día de hoy, los dos mejores productos que ha dado Abrams son la mencionada serie y este Monstruoso, que él produjo, pero cuya dirección y guión recaen respectivamente en Matt Reeves y Drew Goddard (presente en la mejor etapa de Perdidos), que nos cuentan la historia de un grupo de supervivientes al ataque de un monstruo gigante en Nueva York, enteramente con imágenes grabadas por una cámara casera.


La publicidad viral, esa que nos vende un producto sin que sepamos muy bien de qué va, tiene su máxima representación en Monstruoso, que con una hora y veinte de duración se centra mayormente en la espectacular destrucción y deja para la campaña promocional las posibles explicaciones sobre el monstruo y sus consecuencias.
Así, la producción de Abrams, al que no cabe duda de que le debemos cierto reconocimiento, crea con estas campañas un tono de misterio que impregna todo el proyecto y que, sin duda, le otorga cierto valor para aquellos que lo vivieran en directo.


Pero una campaña viral por sí misma no sirve para nada si la película no funciona, y aquí es donde se encuentra ya la disparidad de opiniones.
Y es que, argumentalmente hablando, Monstruoso inventa poco o nada. El guión de Goddard se ajusta por momentos al esquema típico de Abrams, donde un grupo de jóvenes modernos salidos de una revista (e interpretados entre correcta y atrozmente) montan una fiesta. Pasada esta introducción, el monstruo llega y la película se convierte en un auténtico no parar, una montaña rusa que, como hacía 28 semanas después (28 Weeks Later, 2007) utiliza el argumento en ocasiones como excusa para llevar a los protagonistas allá donde más emocionante será la película (la escena del metro), sin importar las incoherencias que hayan tenido que pasar. Y lo hace con corrección, unos niveles mínimos que se agradecen y algunos aportes verdaderamente interesantes, como son la introducción de “flashbacks” y la masacre indiscriminada de personajes (especial atención merece la escena en la tienda médica, sorprendente).


Así, si algo o alguien saca adelante Monstruoso es Matt Reeves.
El director llega a la película con las ideas claras y, sorprendentemente, consigue dominar el formato de cámara casera y convertirlo en una entretenidísima experiencia cinematográfica, no como El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, 1999).
Que la película se vea a través de una cámara casera no significa que deba ser cutre o mareante. Reeves lo sabe, y en su dirección logra aportar un enorme realismo a la situación con una perfección técnica y una planificación impecable, contando con una lograda fotografía de Michael Bonvillain (fotógrafo de Bienvenidos a Zombieland, 2009) y unos efectos especiales correctos y bien dosificados.


A esto cabe añadir, por muy superficial que pueda parecer, “Roar!”, el tema musical de 10 minutos compuesto por Michael Giacchino para los créditos finales (el resto de la cinta carece de música), que, aunando las influencias de los diferentes compositores clásicos, se erige como una de las mejores bandas sonoras de los últimos años, y consigue aupar la experiencia que ha supuesto la película mediante su épica y su dramatismo (al menos, para aquellos que se queden durante estos créditos).


Así, Monstruoso, sin ser una maravilla, es una cinta de ciencia ficción espectacular, bien hecha y rematadamente entretenida.

lunes, 18 de enero de 2010

La carrera del siglo

(The Great Race, 1965)





Blake Edwards es un director que, en su irregularidad, ha dado al mundo del cine películas tan variadas como La pantera rosa (The Pink Panther, 1963), Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's, 1961) o 10, la mujer perfecta (10, 1979). Pero probablemente La carrera del siglo sea una película única en su filmografía, en cuanto que es un surrealista relato épico cargado de humor al más puro estilo de los alocados Looney Tunes. No por nada, probablemente fuera la influencia principal de la serie Los autos locos (Wacky Races, 1968).


El gran Leslie (Tony Curtis) propone una carrera desde Nueva York a París en coche, donde su principal contrincante será el nada temible Profesor Fate (Jack Lemmon).


Como una versión disparatada del viaje de Lindberg, Blake Edwards propone con La carrera del siglo una traslación del disparatado espíritu de los dibujos animados a una película en imagen real cargada de épica, desde su equipo de técnicos de primera hasta su formato panorámico, pasando por una duración de más de dos horas y media.
El delirante filme propuesto por Edwards es una historia verdaderamente simple e intrascendente adornada de la forma más enrevesada posible por un envoltorio del todo grandilocuente que sólo pretende realzar el espectáculo visual y humorístico.


En una nueva colaboración tras Con faldas y a lo loco (Some Like it Hot, 1959), Tony Curtis y Jack Lemmon encarnan al galán más espectacular y al malvado más inútil con un sentido del humor y una sobreactuación (especialmente, el segundo) por momentos memorable, y pululan por localizaciones espectaculares viviendo historias de lo más variopintas que basan su humor tanto en el diálogo (toda la subtrama del periódico) como, directamente, en los golpes bien llevados. Y ahí está la batalla de tartas más legendaria jamás hecha para probarlo.


Parte de esta épica está puesta, de forma vital, por técnicos expertos que saben lo que hacen; no por nada consiguieron un Oscar y otras cuatro nominaciones para la película.
Mientras la fotografía de Russell Harlan (con un simpatiquísimo colorido) da a la película ese toque que la complemente en sus localizaciones y decorados, la banda sonora del legendario Henry Mancini desprende un estilo y un porte lleno de elegancia y energía, con una canción principal memorable.


Así, La carrera del siglo es una película que, por su sentido del humor y parodia, no puede dejar de resultar simpática y entretenida, lo suficiente para que pasemos por alto sus altibajos, que los tiene, para centrarnos en el tono aventurero y cartoon del conjunto.

viernes, 15 de enero de 2010

Buenas noches, y buena suerte.

(Good Night, And Good Luck., 2005)





Hollywood parece encontrar un extraño atractivo en adaptar a la gran pantalla historias reales y, en la gran mayoría de los casos, lo hace centrándose en los elementos más tópicos que puede haber, para dar una obra que, con todos los convencionalismos del biopic, busca acaparar cuantas más premios mejor.
Pero de vez en cuando surgen otras películas que buscan hacer algo diferente, o que lo hacen con gran acierto. Y aquí es donde entra Buenas noches y buena suerte, una de las películas más interesantes de la última década.


George Clooney es, como actor, uno de los tipos más carismáticos que el cine al otro lado del charco puede darnos y, probablemente, siempre sea uno de los mejores elementos de la película en que trabaja (por mala que esta pueda ser). Quién lo iba a decir del protagonista de Urgencias y Batman y Robin, pero así es.
Y aun en su faceta de director no deja de ser interesante.


Con enormes influencias de obras clásicas, Clooney, en sus tres películas como director, ha demostrado ser un tipo con buenas ideas y talento pero, aquí viene lo malo, lastrado siempre por una excesiva cerebralidad y falta de espontaneidad. Es decir, que una película dirigida por George Clooney siempre será interesante pero incompleta. Y eso le sucede a Buenas noches, y buena suerte.


El tema es que el material de partida es tan apasionante y complejo que eso apenas termina importando.
La narración de la lucha de un programa de televisión contra la caza de brujas del senador McCarthy en los años 50 es una historia que, en sus implicaciones, puede extenderse y aplicarse a muchísimos elementos.
Y, siendo una película de un claro contenido político, es llevada por Clooney y su co-guionista y director de la inminente Los hombres que miraban fijamente a las cabras (The Men Who Stare at Goats, 2009), Grant Henslov, con una moderación envidiable.


Clooney realiza una película que, en su blanco y negro y en su puesta en escena (austera, pero no por ello mala), se enmarca perfectamente en la época (años 50) y el medio (televisión) en los que la película se sitúa y que, a diferencia del morboso partidismo de otros cineastas como Oliver Stone o Michael Moore, se respalda enormemente en imágenes de archivo reales que de tan fascinantes e increíbles no cansan en ningún momento, aunque pueden hacer sentir que estamos más ante un documental que una película.


Los elementos dramatizados del relato son llevados con una dignidad envidiable, a pesar de cierto distanciamiento de la historia que Clooney parece no poder evitar nunca, y no sólo no sobran en ningún momento, sino que por momentos se echan en falta (da ciertas cosas por sentado, tales como el contexto de la caza de brujas o la relación romántica de dos personajes).


Pero casi cualquier fallo que pueda haber en la película se subsana con una correctísima dirección, una magnífica fotografía en blanco y negro y unas actuaciones brillantes. No sólo encontramos a actores tan adecuados como Robert Downey Jr. o el propio Clooney, sino a un simplemente prodigioso David Strathairn, cuya recreación de Edward Murnow evita las caricaturas tan habituales en biopics y realiza una personificación realista y asbolutamente fascinante.


Así, la segunda obra de George Clooney como director es una de las película más logradas de los últimos años y una fascinante representación de uno de los momentos más vergonzosos de la historia reciente de los Estados Unidos.

miércoles, 13 de enero de 2010

Los nibelungos

(Die Nibelungen: Siegfried, 1924)
(Die Nibelungen: Kriemhilds Rache, 1924)





Aunque el cine alemán parezca, a día de hoy, parcialmente olvidado del mundo, enterrado por la maquinaria mainstream que nos bombardea con épicas superproducciones de costosos efectos visuales, conviene no olvidar que, allá por los albores del cine, fue el país que nos dio algunas de las mejores películas de la historia, con directores tan notables como F. W. Murnau o Fritz Lang.
Éste último nos ocupa a la hora de hablar de Los Nibelungos, una historia de aventuras y traiciones en el sentido más tradicional del termino, que supuso en su día una de las apuestas más épicas (y, hoy, más recordadas) de la UFA, junto a Metrópolis (Metropolis, 1927), también de Lang (cuya etapa alemana sólo puede ser descrita como prodigiosa).


Adaptando una leyenda que Wagner ya había hecho famosa con una serie de composiciones de las que Lang no era precisamente un seguidor, el alemán se puso manos a la obra con la que era su esposa por aquel entonces, la prolífica Thea Von Harbour, para hacer su proyecto más ambicioso hasta ese momento, sólo superado en el resto de su carrera por la mencionada Metrópolis.


Como ya había hecho antes con Doctor Mabuse (Dr. Mabuse, 1922) y Las arañas (Die Spinnen, 1919-1920), Lang decidió estrenar la obra como dos películas, aprovechando las dos partes claramente diferenciadas que posee la historia, y permitiéndose así una mayor duración (juntas, rondan las cinco horas).
Así, el díptico de Los Nibelungos comienza como una historia de aventuras de corte fantástico, narrando el ascenso y caída de Sigfrido, y concluye con un tono mucho más dramático y realista, con la venganza de Krimilda.


Y Lang, como ya demostró a lo largo de su carrera con toda clase de géneros, no tiene problemas para encontrar el tono exacto de ninguna de las dos historias.
La épica historia de amor y venganza del alemán no sólo presenta una perfección técnica impresionante (la maqueta del dragón, aunque irrisoria a día de hoy, no es muy inferior a algunas que se utilizaron en ciertas películas durante los 50 o 60 años posteriores), sino que, partiendo de un guión más que correcto, en plena época del expresionismo germano, Los Nibelungos tiene una factura audiovisual impresionante.


El talento visual de Lang y su deuda con el expresionismo se respira en cada fotograma.
Su fuerza para cargar con un proyecto tan ambicioso en medios es envidiable. Y aunque la película peque a día de hoy de ciertos fallos (el vestuario o ciertos elementos mágicos pueden por momentos resultar ridículos, aunque funcionen en el contexto del filme) el poderío visual que demuestra (por ejemplo, con el paseo de los reyes en el primer capítulo), unido a esa capacidad hoy tan perdida de contar una historia con las imágenes y relegar el diálogo (en este caso, los intertítulos) a momentos puntuales, hacen de la película una de las mejores de su director.


La capacidad de Lang y Von Harbour para dotar el relato del espíritu aventurero y enérgico que requiere la primera parte (acorde con la naturaleza de Sigfrido) y del drama que impregna la segunda (con la ira de Krimilda) hacen de su película una obra enormemente variada y memorable.


Y a pesar de ser una película muda, hemos tenido la suerte de que la partitura original de Gottfried Huppertz para el estreno (sobre la cual escribí un artículo para La abadía de Berzano) haya llegado hasta nuestros días (lo que no puede decirse de muchas otras).
Y es que, aunque parezca un elemento aislado de una película muda (al no ir en el propio negativo), si tenemos en cuenta la importancia que tiene la música en películas sonoras, qué podemos decir de una película muda cuya banda sonora se extiende durante todo el metraje y es el único audio que tiene, más aun cuando está supervisada por el propio director (quien no vio con buenos ojos que en los pases en Francia y Estados Unidos la película se acompañara de la obra de Wagner).


Y lo cierto es que ver Los Nibelungos sin oír la maravillosa música de Huppertz es hacerle un flaco favor a la obra.
El compositor clásico ayuda de una forma impresionante a conseguir el tono deseado por Lang, tanto en su aventura (los dos primeros capítulos con Sigfrido), como en su misterio (la conquista de Brunilda), en su drama (los últimos capítulos del relato), su emotividad (la llegada del hijo de Krimilda al banquete) y, por supuesto, en su épica (que impregna toda la obra) y acompaña a la historia adecuándose a ella de una forma impresionante y dando a Lang ese empujón que necesita para terminar de redondear su obra, como se ve en escenas como la llegada de Sigfredo a la cueva del tesoro, la marcha de Atila hacia Krimilda cuando ésta ha dado a luz o el intento de asesinato de Hagen Trojen en las escaleras; todas ellas con una combinación de imagen y sonido impresionante.


Así, Los Nibelungos no sólo es una de las mejores y más logradas películas de su director, una historia épica e hipnótica que en sus cinco horas de duración no se alarga en prácticamente ningún momento, sino una de las mejores obras fantásticas jamás hechas.

lunes, 11 de enero de 2010

El último de la lista

(The List of Adrian Messenger, 1963)





Entrar en el mundo del cine con una película como El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941) es una carta de presentación enormemente difícil de superar. Y lo cierto es que su director, John Huston, aun con algunas grandes películas en su haber, quizás nunca llegó a igualar lo que consiguió con la película protagonizada por Humprey Bogart.
Desde luego, no lo hizo con El último de la lista, pero está claro que no se lo propuso cuando la dirigió.


Anthony Gethryn (George C. Scott) investiga unas misteriosas muertes que giran en torno a un hombre de rostro cambiante (Kirk Douglas). ¿O serán varios hombres (Tony Curtis, Burt Lancaster, Robert Mitchum, Frank Sinatra)?


Vaya por delante, y ante todo, que El último de la lista es una película verdaderamente pequeña que simplemente ansía resultar simpática. Y lo consigue casi completamente.
El guión de Philip MacDonald y Anthony Veiller parte de un conjunto de ideas algo manidas pero hasta cierto punto atractivas y algún punto verdaderamente interesante (la fonética de la historia), y las junta y revuelve para conseguir un ameno thriller que, si es lo que es, se debe sin duda a la puesta en escena de Huston.


El director deja el guión casi en segundo plano y supedita el interés de la película a su factura visual y sus actores.
Tejiendo un logrado ambiente de misterio (tanto con la fotografía de Joseph MacDonald como con la simpática banda sonora de Jerry Goldsmith), Huston logra imprimir un buen ritmo a la cinta, haciéndola verdaderamente entretenida, y distribuyendo por ella a diferentes actores de moda caracterizados de las formas más estrambóticas (mención especial al legendario papel de Burt Lancaster) para dar un tono más enrarecido.


Con el peso sobre los hombros de ese genio de la actuación que es George C. Scott, El último de la lista es una película que se ve, se disfruta y se olvida con verdadera alegría.