miércoles, 31 de agosto de 2011

Domingo sangriento

(Bloody Sunday, 2002)


En muchos casos, la mayor crítica que se puede hacer es el simple retrato.
Mucha gente necesita distanciarse y ser arrastrado por la corriente para aceptarlo, sin caer en la cuenta que las acciones de hace cientos de años que condenamos, son las mismas en las que incurrimos nosotros ahora mismo.
Pequeña digresión para hablar de Domingo sangriento, posiblemente la mejor película de Paul Greengraas, que narra la masacre del ejército a un grupo de ciudadanos irlandeses en 1972.

Greengraas es posiblemente más conocido por sus incursiones en el cine blockbustero, como las entretenidas dos últimas partes de la saga Bourne o la infame Green Zone, pero es en contadas ocasiones cuando se decanta por proyectos más personales. A día de hoy, de sus proyectos cinematográficos, solo dos han sido escritos por él mismo; sus dos mejores trabajos. United 93 y esta Domingo sangriento.

Ambas películas tienen un estilo documental y ambas son dramatizaciones de sucesos reales, con un poderío dramático increíble y, en el caso de la película que nos ocupa, toda clase de lecturas y críticas.
Porque la dramatización es clara y en ocasiones resulta algo torpe, pero es un simple adorno al verdadero poder de la película, que son los mismos hechos.

Los personajes de Domingo sangriento, sus historias personales, nos importan e interesan a un nivel emocional, al mismo nivel al que nos importan los personajes de cualquier ficción actual.
Los sucesos reales, los hechos contrastados, componen una fotografía de una situación ridículamente violenta que plantea toda clase de cuestiones sobre el poder y la democracia, inherentes no a la película, sino a la situación misma.

Como el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, el mero retrato de acciones pasadas es un vistazo a su naturaleza, un retrato de lo que pasa actualmente y una profecía de lo que seguirá pasando; un perfecto retrato de un mundo en conflicto que necesita cientos de años o kilómetros de distancia para reconocer en otros sus propios errores.

domingo, 28 de agosto de 2011

Super 8

(2011)





A lo largo de estos últimos años, la nostalgia ochentera ha ido haciéndose un hueco en el mundo del cine, películas que nos retrotraen a clásicos del cine blockbuster de una época pasada.
El mayor problema es que un homenaje fílmico a otra obra cinematográfica es casi por definición inferior al material referenciado. Salvo un talento desmesurado del tipo tras la cámara (Tarantino con un buen día, por ejemplo), la mayoría de estas películas (ya tomen como referencia los 80, los 70 o, dios no lo quiera, los 90), se quedan en una simple anecdotilla que a lo máximo que aspira es a despertarnos la simpatía nostálgica, como sucede con Paul.
Por supuesto, hay honrosas excepciones, sirvan la infravalorada Monster House o Donnie Darko como ejemplo.

Super 8 se ambienta a finales de los años 70 y narra la historia de un grupo de niños que quiere hacer una película y termina encontrándose con una amenaza extraterrestre.
Así pues, tenemos el mal referencial de los 80, el mal metareferencial de cine dentro de cine y el mal tras la cámara que es J.J. Abrams,

J.J., bien sea por suerte, bien por talento, ha sabido venderse y posicionarse en el punto de vista del público. Atrás ha dejado los días en que escribía Felicity, Nunca juegues con extraños o Armaggedon, para ser el tipo de Perdidos (de la que, por cierto, se desvinculó al poco tiempo) y la nueva esperanza de la humanidad.
Pero, personalmente, a día de hoy sigo pendiente de ver algo en su trabajo que me llame la atención. Ciertamente no es lo que podríamos decir un mal director, no atenta contra nuestra dignidad como personas (lo que podría decirse de algún otro que anda suelto por la meca del cine), pero en él todo es monotonía y amateurismo y Super 8 es un nuevo ejemplo en esta línea, salvado levemente por esa nostalgia ochentera.

Un pueblo pequeño, un grupo de niños, una cámara de super 8, alienígenas… la película es una mezcla entre Tiburón, Los Goonies, Gremlins, Encuentros en la tercera fase… Y prácticamente ahí están todas sus virtudes, en ese copia-pega de productos de indudable calidad que hacen media película.
De la otra media, ya se encarga J.J., con su guión y su dirección. Por partes:

Como guionista, a lo largo de su carrera parece haber confundido personalidad con esa manía de teenegizar todo lo que toca, Misión Imposible 3 y Star Trek inclusive. En Super 8 sigue la pauta, aunque esta vez con niños. Poco importa; asentándose sobre los tópicos de los 80, vuelve a darnos las mismas relaciones personales y conflictos de manual, que no despiertan ni odio ni admiración, sino simple monotonía.
Por si esto fuera poco, estos estereotipos andantes pululan por un mundo hiperbolizado al más puro estilo del cine de acción de los últimos años: en Super 8, los trenes no solo descarrilan; descarrilan, se llevan por delante cientos de materiales frágiles, explotan y saltan por los aires.

Como director, deja atrás el estilo televisivo e impersonal de MI3 para continuar, desgraciadamente, con la tónica visual establecida por Star Trek.
El mayor problema de J.J. es que, como la mayor parte de directores actuales, no sabe muy bien qué hacer con la cámara, más allá de dejar los planos y el montaje en modo automático y confiar en su director de fotografía y su músico (que, por cierto, hacen un gran trabajo).
En Star Trek, pareció dar con una solución doble a este problema: llegaron los lens flares (destellos que producen las luces artificiales) y los movimientos espectaculares. Ninguno de los dos es malo por sí mismo. El problema viene cuando uno no sabe usarlo. Y J.J. no sabe qué demontres hacer con ellos. Confía ciegamente en ambos y los usa sin ningún sentido narrativo hasta la completa extenuación, como quién repite un mal chiste con la esperanza de que a la vigésima vez sea hilarante.

El resultado final no es una mala película, no es una película insoportable, sino, simplemente, una mediocridad que se ve y se olvida sin dejar ningún rastro en la memoria más que algún detalle concreto. No divierte ni entretiene, simplemente… pasan cosas.