domingo, 24 de octubre de 2010

The Peckinpah/Welles Connection


En su libro, Peckinpah, A portrait in Montage, Garner Simmons transcribe una anécdota del propio cineasta sobre su regreso de la segunda guerra mundial:
En 1945, Sam Peckinpah volvía de oriente y llegaba a Los Angeles. En el bar del aeropuerto, aun con el uniforme militar, el director se encontró de pronto con alguien que le llamó la atención. Se giró, todavía algo alerta, y vio a Orson Welles. Había dirigido Ciudadano Kane hace cuatro años, El cuarto mandamiento hace tres, y el legendario artista polifacético quería invitar a una copa a un soldado recién llegado de la guerra. Así lo hizo y Peckinpah le recompensó con la misma cortesía.
Aquel joven soldado no tenía aun interés alguno por el mundo del cine, éste apenas sí nacería unos pocos años después, que le llevaron a 1965, dos décadas después de su encuentro con Welles, cuando se puso tras la cámara para dirigir a Charlton Heston en Mayor Dundee. No sería esta la única similitud con sed de mal, de Orson Welles, también con Heston. Ambas películas, como ambos directores, estarían marcadas por los problemas de producción, los cortes, los montajes, los remontajes, la leyenda que se crecía poco a poco con los años…Y mientras Peckinpah luchaba por sacar adelante un film incuestionablemente personal, Welles andaba por tierras ibérica, narrando su particular amalgama shakespeariano, Campanadas a medianoche.

Apenas 12 años después, la fama de Peckinpah, que tan de sorpresa parecía haberle llegado con la revolucionaria Grupo salvaje, estaba prácticamente difuminada. Tras esa milagrosa racha en que consiguió expresar lo que deseaba con Perros de paja, Pat Garret, Alfredo Garcia…Su escaso tirón comercial le había situado en su faceta más comercial y automática con Los aristócratas del crimen. Estamos en 1975, dos años después de que Welles diera la que quizás fuera su última genialidad completa, Fraude. El inclasificable director había encontrado, igual que Peckinpah, una forma de salir adelante. Mientras el segundo se vendía a productos comerciales como director, el primero prestaba su figura y su voz a subproductos que jamás podrían soñar con alcanzar su genialidad.

Estamos en 1977, y mientras Welles seguía afanado en pequeño roles, Peckinpah había puesto sus manos sobre el guión de Los cruz de hierro. No produciría la película, no la escribiría, sólo la dirigiría. Aun así, ésta parecía, si hecha para alguien, para él. Pero no era un western crepuscular, era una historia sobre la Segunda Guerra Mundial, un relato antibelicista que motivó a otro cineasta a escribir una carta a Peckinpah alabando La cruz de hierro como la mejor crítica bélica que había visto. Ese cineasta era Orson Welles.
32 años antes, el propio Peckinpah volvía de la Segunda Guerra Mundial. 32 años antes Orson Welles estaba en el bar de Los Angeles. 32 años antes se invitaron el uno al otro a una copa. Tras unas carreras que podrían parecer tan diferentes como similares, una película les volvió a unir directamente. Y aunque Sam Peckinpah lo sabía, ¿se acordaría siquiera Orson Welles de aquel soldado que vio brevemente hace más de tres décadas?
En aquel bar, uno era un cineasta de prestigio, otro era un joven con todo un futuro por delante. Ambos mostrarían de lo que eran capaces, ambos tendrían problemas para ser ellos mismos en la meca del cine y, ahora, ambos luchaban por, simplemente, sobrevivir.
Había una diferencia de edad de 10 años entre ellos y una diferencia de 20 entre sus primeras películas como directores. Sam Peckinpah murió a finales de 1984. Orson Welles, 10 meses después.

martes, 17 de agosto de 2010

Los mercenarios

(The Expendables, 2010)





Durante los últimos años, la mención de Sylvester Stallone ha ido seguida de risas varias. La frase de “No siento las piernas”, unida a una carrera decreciente y un aspecto cada vez más demacrado, lo convirtió casi en un chiste.
Atrás quedaban los buenos (sí, buenos) tiempos de Acorralado, Rocky o Máximo Riesgo (película de acción realmente reivindicable). Incluso Demolition Man y Tango & Cash y Juez Drredd tenían su atractivo. Pero desde que intentara dar un giro a su carrera con una dignísima actuación en Copland (a día de hoy, el mejor film de James Mangold), se había vuelto en productos de la calaña de D-Tox. Ojo asesino (el nombre lo dice todo) o Spy Kids 3D.
Pero en 2006, el actor decidió tomar el toro por los cuernos y volver a dirigir por primera vez desde 1985, con Rocky Balboa, a la que siguió en 08 Rambo y ahora Los mercenarios. Un renacimiento marcado, curiosamente, por la nostalgia en todos sus sentidos.


Stallone se vale de una irracional nostalgia más que del talento para atraer al espectador. Y si con Rambo se quedó muy lejos, con Los mercenarios lo consigue sobradamente.
La película respira cine de acción del de hace unos años, por los cuatro costados, con todo lo que ello implica. El general hispano corrupto, el agente de la CIA, los mercenarios hiperestebolizados… Todo ello, adecentado con un reparto brutal.
No solo va por Jason Statham, Jet Li o Mickey Rourke, sino por ver compartir plano a dos iconos del mal cine como son Eric Roberts y Dolph Lundgren (luchando cada uno por ser el peor), o tener en una sola escena a las mentes tras Planet Hollywood, una escena cuyo único motivo es tener a Stallone, Swarchenneger y Willis (demostrándose que se conserva bastante mejor que el resto del reprto) juntos en la misma localización al mismo tiempo. Y esta máquina de tiempo en reparto e historia resulta verdaderamente irresistible para el abajo firmante. Porque yo, por lo menos, me lo pasé como un enano.


Uno no sabe si el amigo Stallone se está marcando una coña, un homenaje, un revival… o si es que sólo sabe hacer esto, pero lo más perturbador es ver que esta película no sólo no tiene nada que envidiar al cine de acción actual, sino que prácticamente se lo come con patatas.
En un año en que hemos visto bodrios de dimensiones tan bestiales como son Legion, Prince of Persia, Furia de titanes, y sabe Dios qué más; la película de Stallone sorprende. Siendo como es su historia un tópico tras tópico y su puesta en escena un algarabía sin planificación alguna (como le pasa muchas veces a Christopher Nolan), se agradece una película que no pretende abotargar al espectador con acción constante, efectos visuales por doquier y el más imposible todavía a cada segundo que pasa.


Los mercenarios sabe dosificar. Dosifica la violencia (que, cuando sale, es brutal), dosifica la acción… Y si para hacerlo tiene que meter alguna escena de supuesta introspección dramática, bienvenida sea. Porque no sé ustedes, pero yo por lo menos estoy hasta los mismísimos de la concatenación de escenas de acción durante dos horas, sin que el protagonista pueda siquiera cagar.


Viendo cada día películas que piensan que lo mejor es dar al espectador explosión tras explosión y ensordecerle con la banda sonora menos elaborada posible, encontrarme con una película de acción que sabe administrar sus puntos fuertes, que confía en los efectos físicos y que, en general, puede clasificarse como correcta, es una alegría.
Y si ya encima tiene ese tono pseudonostálgico… Qué quieren que les diga, iré a ver la secuela… Especialmente si pueden colar a Steven Seagal, Chuck Norris, Jean Claude Van Damne o Mark Dacascos.

viernes, 2 de julio de 2010

Peligrosos delirios con fiebre y erudición a altas horas de la madrugada presenta: Nacho Vigalondo

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Alguna vez hemos hablado de Nacho Vigalondo, famoso casi más al otro lado del charco (donde incluso el creador de Perdidos alabó su opera prima, Los cronocrímenes, y donde recibió una nominación al Oscar por su corto 7:35 de la mañana), y ante la ausencia de un mejor tema para comentar en El blog mortal, parece adecuado delirar un poco, con aires de sapiencia y erudición (completamente falsos, por supuesto), para comentar, tan pedantemente como sea posible, elementos que quizás estén o quizás no estén en la filmografía del cántabro, pero que es muy probable que sea más lo segundo que lo primero.

Con nada más que un largometraje a sus espaldas, Nacho Vigalondo ha ido, a lo largo de su carrera como cortometrajista y de trabajos para programas como Muchachada Nui y festivales como Notodofilmfest.com, labrándose una bien merecida fama como uno de los pilares del cine español que está por venir, y lo ha conseguido además apostando por géneros nuevos y diferentes, a medio camino entre el drama y la comedia, e incluso la ciencia ficción, pero siempre desde una perspectiva terrenal y cotidiana, alejada de las grandes ambiciones presupuestarias o técnicas que uno podría achacar, por ejemplo, a ese último género.

Si algo define a Nacho Vigalondo es su capacidad para encontrar ese punto muerto, por muchos pasado por alto, en que la comedia y el drama caminan por una línea tan delgada que es prácticamente imposible, para el que no sepa lo que está viendo, diferenciar entre ambos.

Y lo hace todo, ya se ha dicho, desde la realidad, alejado de las figuras heroicas o antiheroicas, cada día más de moda, para centrarse en una clase de personaje que muchas veces parece olvidado: el tipo normal que, arrastrado a una determinada situación actúa no por bondad o por maldad, sino por puro reflejo visceral, puro impulso.

El protagonista de Los cronocrimenes es un hombre normal con una vida normal enfrentado a sí mismo y viéndose envuelto en trágicas situaciones que, en realidad, es difícil explicar. Como su personaje protagonista de Choque, actúa por instinto, ignorando muchas veces las normas no lógicas, sino cinematográficas.

La otra figura protagonista de la filmografía de Vigalondo es, por decirlo en una sola palabra, el fracasado, la persona que busca más de lo que tiene, que quiere trascender, pero no sabe muy bien como. Lo que oculta la trama científico aventurera de Código 7 no es más que el despertar diario de un hombre en su apartamento, el humorista que quiere triunfar en El monologuista mierder es destruido por su audiencia, el hombre inmolado de 7:35 de la mañana busca con la violencia algo que no puede tener por sí mismo, el hombre que busca a su amada cambiante en Marisa no puede evitar su propio cambio, el joven Marty McFly de Regreso al futuro IV se despierta un día, junto al Elliot de E.T., convertido en uno más… Apenas quiere Vigalondo regalar al espectador un final feliz para estos personajes, entre los que destaca triunfalmente, aunque no por su propia mano, el videoaficionado de Domingo, que ve, casi como para compensar todo lo demás, como sus cuatro horas de espera son satisfechas con un espectáculo único para él, el privilegiado que, por un minuto, ha podido sobreponerse al resto de nosotros.

Vigalondo utiliza estos personajes para adentrarse en un espectáculo que, partiendo de la realidad monótona, camina por momentos en un patetismo ante el que uno nunca sabe bien si debe reír.

La ventana del coche bajando lentamente en Los cronocrímenes y el micrófono pasándose fuera de plano en El monologuista mierder revelan una creación de tensión basada en una realidad cotidiana que, a base de espera, hace reír a aquellos que sepan qué está pasando, o, a veces, desde su propio inicio, si la realidad retratada es tan surrealista como la que propuso en El hombre elefante 2.

La dramatización no tiene cabida en estos momentos en el cine de Nacho Vigalondo, solo la situación estática, mejor aun si puede ser visualizada en plano único (el propio concepto de Domingo y Código 7). Son estos fragmentos, estáticos e intimistas, en el sentido más delirante del término, los que componen su obra, una obra que carece de un humor obviado o una frase capciosa y se basa en la acumulación del delirio.
Por último, Vigalondo nos guarda un as en la manga: la destrucción del personaje. Tomada en su sentido más literal, está la inmolación del cantante protagonista de 7:35, pero en un sentido más metafórico encontramos el Héctor de Los cronocrímenes, el hombre destrozado por una pérdida en Marisa, o, en un nivel ya Lynchiano, el monologuista mierder acosado por extraños fantasmas demoníacos.



Y con este post, quizás ya deje morir El blog mortal... o quizás no.
Risa malvada, bomba de humo y un servidor desaparece.

lunes, 24 de mayo de 2010

Perdidos

Lost



Hará ya 4 años, Randy Meeks y un servidor hablábamos, como tantos otros, de la serie de moda. Y en aquel momento le dije que, francamente, no veía un final satisfactorio a todo el asunto, era imposible que hicieran una conclusión a la altura. Él me contesto que sin duda la conclusión decepcionaría, pero que el viaje hacia ella era lo que de verdad importaba.


Y ahora ha llegado el final. Miramos atrás y recordamos aquella tarde en que TVE1 emitió el primer capítulo y todo lo que ha cambiado desde entonces. Han pasado 5 años, y muchas cosas han cambiado en la ficción de Perdidos y en nuestras vidas. Y una serie siempre tiene ese encanto. Recordar los primeros episodios y revivir una y otra vez los descubrimientos más apasionantes, los momentos más memorables; recordar dónde estábamos cuando los vimos, con quién hablábamos sobre ellos, qué veíamos en el horizonte…
Recuerdo a Sawyer encender un cigarrillo frente a los restos del avión. Recuerdo cuando la cámara bajaba hacia la escotilla y la primera temporada terminaba, recuerdo los gritos que pegué en aquel momento. Recuerdo a Desmond girar la llave, el cielo poniéndose morado y esos dos portugueses jugando al ajedrez. Recuerdo a Locke abriendo la puerta de la cabaña antes de oír un susurro que pedía ayuda. Recuerdo a Jack gritando “Tenemos que volver”.
Y al final resulta que lo que importa de verdad no es la resolución final, la explicación de por qué las cosas son así. Lo que importa de verdad es el viaje.


Cuando Carlton Cuse y Damond Lindelof hablaban largo y tendido de que lo vital en Perdidos no eran los misterios, sino los personajes, todos nos reíamos. Nosotros empezamos por aquel oso polar en una isla tropical, por esa sombra que agitaba los árboles, por aquella isla misteriosa… Pero la verdad es que nos quedamos por saber qué pasaba con John Locke, por ver como el discman de Hugo se quedaba sin pilas, por conocer a Desmond mientras hacía footing en aquel estadio, por verle reunirse con Penny, por estar dentro de la furgoneta cuando Hurley y Charlie la conducían por aquella ladera…
Al final, los personajes sí que importaban y uno se da cuenta de que, siguiéndoles a ellos, seguimos el camino hacia el final; uno se da cuenta de que no hace falta saberlo todo. Porque a veces es mejor dejar las cosas a la imaginación; porque son los personajes los que nos importan; porque, como siempre sucede en la vida, las respuestas no siempre se dan.
Recuerdo a aquel Locke que se había descubierto a sí mismo. Recuerdo a aquel Ben manipulador y cruel que parecía conocerlo todo, a aquel Richard enigmático que aparecía de entre los árboles. Recuerdo al legendario Jacob. Y luego vi que, como en la vida, nada es infalible.
Lost deja misterios abiertos, y en realidad nos hace sentirnos como esos personajes que han pululado por la isla a lo largo de estos años, porque creemos que lo sabemos todo y luego resulta que hay más, porque las cosas no son fáciles y todo cambia en un segundo, porque el que es hombre de respuestas se convierten en un hombre destrozado, porque el que estaba perdido en una isla está ahora perdido en el mundo, porque todo termina a veces en un maloliente motel, en menos de un segundo…
Y después de seguir a todos estos personajes, después de verles perecer, después de verles olvidados, después de que se pierdan todos sus sueños de grandeza, sus visiones para el futuro, su radiante optimismo… Si la muerte es irreversible, si los que se perdieron no volverá más, lo que busco realmente es saber que no todo ha sido en vano, que quizás, al menos, si no podemos vivir juntos y morir solos, sí podamos vivir solos y morir juntos.


Y, al final, la isla es el escenario, es ese elemento enigmático que intriga nuestra mente, que nos deja con preguntas que debemos intentar responder.
Porque, después de reírnos con los tatuajes de Jack, con las desventuras de Kate… después de cinco años, algunas cosas pueden responderse y otras no.
Porque prefiero seguir contemplando ese trozo de tierra en el mar como un atractivo misterio sin solución. Porque así es la vida.
Porque no sabía que no estaba esperando una explicación. No sabía que, en el fondo, lo que estaba esperando era ese avión despegando, era esa última mirada al cielo.
Lo que estaba esperando, era ese ojo que se cierra.


lunes, 22 de febrero de 2010

Shutter Island

(2010)





Quién iba a decir hace unos años, allá por la época de Titanic, que ese joven actor que algunos encontraban tan repulsivo y otros tan atractivo, acabaría convirtiéndose en uno de los actores más interesantes del otro lado del charco (lo cual, las cosas como son, no es demasiado decir), pero así ha sido.
Gracias a papeles como los de la simpatiquísima Atrápame si puedes Leonardo DiCaprio ha ido ganando poco a poco estatus en el negocio y trabando una gran relación con el director Martin Scorsese, junto al que hizo las estupendas Gang of New York e Infiltrados, la convencional El aviador y, ahora, Shutter Island.


Si algo se puede decir de este proyecto es, sin duda, que es atípico para su director y se enmarca en un estilo más de moda, pero no por ello deja de presentar ciertos elementos interesantes.
Y es que ya desde el punto de partida, Shutter Island tiene madera para convertirse en una película de cine negro con tono clásico y, desde luego, tiene un gran equipo detrás para ayudarla a conseguirlo.
No sólo me refiero a un correctísimo reparto, sino también a un prodigioso diseño de producción, una magnifica fotografía de Robert Richardson (nominado por su igualmente brillante trabajo para Inglourious Basterds) y la mano experta de Scorsese.


Analizándola por escenas, Shutter Island es una película por momentos brillante, que sabe hacer uso de sus medios y presenta algunas ideas geniales (el uso de piezas de música clásica), con momentos cargados de misterio (el paseo por el pabellón C) o drama (la escena del lago y su atípico uso del sonido).
En este sentido, Scorsese sabe perfectamente cómo construir una gran ambientación, una atmosfera malsana que, por momentos, va bastante más allá de lo que nos tiene acostumbrados el género estos últimos años. Y, en este sentido, Shutter Island resulta un trabajo visual sin duda interesante.


Pero lo cierto es que la película termina hundiéndose de manera irremediable por culpa de su ritmo y, sobretodo, su historia.
Y es que no sólo la película dura bastante más de lo que debería, haciéndose por momentos repetitiva y algo tediosa (la escena de la cueva), sino que la historia está cargada de trampas que buscan la salida fácil, repetitiva y previsible y que por momentos resultan casi insultantes y sin sentido y terminan lastrándose enormemente la obra.


Al final, Shutter Island es una película que se queda enormemente lejos de lo que pudo ser y echa por tierra cualquier logro que tuviera con uno de los finales más enervantes de los últimos meses.

viernes, 12 de febrero de 2010

Invictus

(2009)





Desde sus inicios en el mundo audiovisual, Clint Eastwood ha pasado de ser un protagonista de series del oeste de segunda a ser un director de renombre, pero siempre ha sido un tipo interesante.
Como actor, las películas en las que ha trabajado han sido, cuanto menos, entretenidas. Como director, sin duda ha demostrado ser una persona con ideas y, en ocasiones, magníficos resultados. Incluso sus peores trabajaos tiene cierto interés.


Cuando en los 90 dejó el cine más entretenido por uno más ambicioso, su decisión se convirtió en un arma de doble filo. Por un lado, cuando acertaba, lo hacía brillantemente (véase Cazador blanco, corazón negro o Gran Torino). Por el contrario, cuando fallaba, sus películas se convertían en obras convencionales cuyo único propósito parecía acaparar premios por doquier (a.k.a. El intercambio o Banderas de nuestros padres).
Invictus, su más reciente trabajo, se sitúa estratégicamente entre ambas direcciones.


La historia de Nelson Mandela intentando reconciliar una nación mediante una final de Rugby tiene todos los ingredientes para ser una gran película o una obra convencional.
Argumentalmente, el guión de Anthony Peckham incluye ciertos elementos atractivos, para los que da la historia original, sobre la espiral del odio. El problema, lo que hace que Invictus no llegue a ser una gran película, por muy correcta que pueda ser, es la obsesión que existe por enterrar los elementos más originales en la convencionalidad y el tópico de unos diálogos supuestamente profundos, pero, en verdad, mal llevados. Charlas sobre el destino terminan resultando cansinas cuando su motivo parece no ser otro que ser falsamente emotivos.


Con un reparto no especialmente logrado (un Morgran Freeman que está gritando por un Oscar y un Matt Damon siempre correcto) y un equipo técnico que deja qué desear (una fotografía fallida y una partitura simple), Eastwood consigue hacer de Invictus una película medianamente lograda.
Teniendo todos sus fallos, el film consigue un buen ritmo y en general no cabe duda de que es entretenida, por mucho que no sea tan buena como pretende.

miércoles, 10 de febrero de 2010

En tierra hostil

(The Hurt Locker, 2008)





Casi como infiltrándose, la última película de Kathryn Bigelow empezó su recorrido en festivales y pequeñas premieres, obteniendo progresivamente más reconocimiento y llegando a la gala de los Oscar (que, las cosas como son cada vez significan menos).


Narrando la estancia de un grupo de desactivadores de bombas del ejercito en Irak, En tierra hostil se inscribe en la moda reciente del cine de películas bélicas contemporáneas; un campo que, hasta día de hoy, nos ha dado más disgustos (Redacted) que alegrías (El regreso, capítulo de Masteers of Horror).


La llegada de Bigelow a la guerra de Irak, pese a la irregular carrera de la directora, no es para nada desdeñable (lo que tampoco significa que no tenga sus fallos, que los tiene, y bastantes), especialmente en su primera hora.
El guión de Mark Boal consigue alejarse durante un rato de los mensajes fáciles que plantean este tipo de obras, para plantear la primera mitad de En tierra hostil como una película de set pieces sobre la guerra.


Y, durante esta primera hora, compuesta de cuatro escenas mayores llenas de tensión, la película resulta verdaderamente impresionante, gracias a la dirección de Bigelow.
La directora de Días extraños se vale de una fotografía realista y un sonido simplemente prodigioso (unido a una banda sonora ausente, lo cual no hace sino delirante su nominación al Oscar) para recrear una grandiosa atmosfera en la que acontecen esas cuatro escenas, llenas de tensión (la gente apareciendo en los balcones mientras se desactiva la bomba del coche) y narradas con una parsimonia que se agradece (el capítulo del francotirador).


Durante esta primera mitad, En tierra hostil es una película de acción más que lograda. Pero su continuación es lo que hace del conjunto una película fallida.
Durante la segunda hora, el guión de Boal entra en algo que había ignorado acertadamente hasta ese punto. Lo que comenzó siendo como un retrato de episodios bélicos logrados se ve en la obligación de adquirir un tinte más dramático y personal que de, supuestamente, un sentido a la película.
Pero lo cierto es que escenas como la de los soldados en la habitación o la del protagonista buscando venganza repiten cosas ya muy vistas, sin llegar a convencer realmente.


Así, En tierra hostil es una película irregular, con una primera hora brillante y una segunda hora olvidable, pero que en conjunto es un proyecto bienvenido en el cine bélico y de acción reciente, con una factura visual y sonora impresionante.

lunes, 8 de febrero de 2010

28 semanas después

(28 Weeks Later, 2007)





Mientras todos los medios de comunicación se vuelcan en anunciar la internacionalización de compatriotas como Alejandro Amenabar, Pedro Almodovar o Javier Bardem, uno no puede más que lamentar que haya otros, no carentes en absoluto de talento, que deban colarse por la puerta de atrás. No sólo hablamos de Nacho Vigalondo y el reconocimiento de su película en el extranjero (donde ha sido alabada por los creadores de Perdidos), sino de Juan Carlos Fresnadillo.


El director comenzó en esto del cine con la interesante Intacto (2001), una especie de thriller sobrenatural bastante bien llevado, pese a sus fallos. Tras éste, y de forma verdaderamente sorprendente, dio un salto y llegó a la dirección de 28 semanas después, que podrá gustar o no, pero que indudablemente es un proyecto enorme y sin duda provechoso, que Fresnadillo ha sabido utilizar para ganarse cierta fama y llegar a proyectos como Bioshock.
A la hora de narrar la historia de una Inglaterra asolada nuevamente, tras 28 días después (28 Days Later…, 2002), por zombies, el director pudo gozar de una gran libertad para llevar a su equipo técnico, con la curiosa la presencia del guionista de El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo (2004), y personalizar una película que tiene una de cal y otra de arena.


Por un lado, el mayor defecto de 28 semanas después es, sin lugar a dudas, los momentos concretos de su historia.
Partiendo de unas ideas interesantes, como la presencia del ejército estadounidense o el delirante retrato de la familia tradicional, el guión, aunque correcto en sus diálogos, termina derivando en un sinsentido que parece estar solamente para crear momentos impactantes, más que en escenas que estén guiadas por una historia.


Pero lo bueno de la película es que reposa sobre una correctísima dirección de Fresnadillo. Con un gran número de recursos en su haber, el director realiza un trabajo destacadísimo para su segundo largometraje.
Visualmente, 28 semanas después bebe de muchísimas referencias, entre ellas el anime, y recrear un Londres desértico fascinante. La mano de Enrique Chediak es vital en este desangelado retrato futurista, para hacer un fascinante retrato de las localizaciones y dar una de las mejores noches americanas del cine reciente.


En los planos, en la fotografía, en la música… 28 semanas después presenta escenas verdaderamente pesadillescas que ayudan a hacer de la segunda película de Juan Carlos Fresnadillo una obra con algo de fondo pero con una forma enormemente interesante.

viernes, 5 de febrero de 2010

Los Increíbles

(The Incredibles, 2004)





Con el paso del tiempo, Pixar ha ido adquiriendo cada vez más fama, siendo sus películas reconocidas como los mejores filmes de animación actuales. Y aunque obras como Wall-E (2008) y Up (2009) son sin duda grandes, el éxito parece quizás algo desmedido, más aun con filmes como Ratatouille (2007) o Cars (2006), olvidando algunas de sus películas anteriores a esta fama, como Los increíbles, probablemente el mejor trabajo producido por la compañía hasta la fecha.


Pero lo cierto es que la película es más de su director, Brad Bird, que de Pixar, y eso se nota en cada fotograma. El autor de la simplemente sublime El gigante de hierro (The Iron Giant, 1999), como gran amante del cine que es, hace de sus películas no sólo maduras obras de animación, sino brillantes homenajes fílmicos.


Bird es uno de esos directores que entienden que la madurez y calidad de una película de animación (o de una de imagen real) no viene determinada por el número de chistes obscenos o supuestamente irreverentes, sino por la forma en que todo es guiado. Y Los increíbles es intachable en ese sentido.
Nacida durante la moda de adaptar cómics a la pantalla grande, la película va más allá de lo que han ido otras adaptaciones, para realizar un sentido homenaje a un cine de acción que podríamos llamar clásico y un viaje a los años 50, con todos sus encantos.


El estilo que respira cada fotograma es enormemente clásico, poniendo el énfasis en la historia y sustentando sobre ella la acción y el humor, y no al revés. Bird no se deja frenar por el hecho de hacer una película para toda la familia, y va más allá de contentar a los más pequeños, para hacer una película con un ritmo y unas cuestiones aptas para todo el mundo, tomando entre sus puntos de partida el magnífico comic Watchmen (y siendo muy superior a su adaptación oficial).


Visualmente, la película es un auténtico festín, en el uso de los colores (especialmente en su inicio), en la perfección de su animación o en todos sus diseños. Sonoramente, además, encontramos un reparto de voces no especialmente famosas pero perfectas (en especial Craig T. Nelson) y la primera partitura musical para el cine de Michael Giacchino (aun a día de hoy, su mejor trabajo), una magnífica obra que aúna multitud de referencias, yendo a contracorriente de lo que nos tiene acostumbrado el cine de acción reciente.


Con todos estos elementos, Los increíbles no sólo es una de las mejores películas de animación de los últimos años (junto a El gigante de hierro), sino también una perfecta obra de acción y aventuras.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Robin de los bosques

(The Adventures of Robin Hood, 1938)





Ahora que se anuncia la nueva película de Ridley Scott como una revisitación realista de la leyenda de Robin Hood, no está de más remontarnos unos años para ver otra obra sobre el personaje.
Y lo cierto es que la película de William Keighley y Michael Curtiz sigue siendo, a día de hoy, una película de aventuras verdaderamente encantadora.


Lejos de supuestos realismos épicos y dramáticos que hoy día parece que hacen mejor una película, el Robin Hood protagonizado por Errol Flynn no puede sino resultar verdaderamente encantador.
La fotografía de Sol Polito y Tony Gaudio retrata una Inglaterra de cuento y ayuda a Keighley y Curtiz con una magnifica planificación (no hay más que ver la lucha final) y un uso de colores enormemente acentuados que dan a la película un tono visual simplemente impresionante.
Ayudados de la partitura musical de Erich Wolfgang Korngold, consiguen un soberbio tono aventurero sin pretensiones pero con muy buenos resultados, lo que realmente se agradece.


Con un plantel de actores legendario, compuesto por Errol Flynn, Claude Rains y Basil Rathbone entre otros, la película puede resultar falsa y ficticia para los tiempos actuales, en los que se parece creer que las cosas más realistas y dramáticas son mejores, pero lo cierto es que resulta mucho más estimulante, entretenida y memorable que otras adaptaciones recientes, como la protagonizada por Kevin Costner o la serie producida por BBC.


Así, Robin de los bosques es una película de aventuras simplemente magnífica, una historia visualmente fascinante y rematadamente entretenida.

lunes, 1 de febrero de 2010

Doctor Who

(2005-2010)



El Doctor es un personaje cuyo origen se remonta a los años 60, cuando comenzó en la televisión inglesa una serie que duraría hasta los 80.
En 2005, Russell T. Davies tuvo la idea de relanzar la historia como una secuela que sirviera al mismo tiempo de nuevo inicio, y así llegó un nuevo Doctor para sintonizar con las nuevas generaciones, cosechando un enorme éxito en su país.
Esta nueva serie se extendería durante cuatro temporadas y varios especiales (el último de los cuales se emitió hace apenas un mes), con diferentes arcos argumentales llevados por el propio Davies, antes de que la batuta pasara a manos de Steven Moffat para la quinta temporada (a estrenar en un mes), guionista de algunos capítulos y de la película de Tintín que está preparando Steven Spielberg.


Al empezar Doctor Who, con Christopher Eccleston en el papel protagonista (quien dejaría paso a David Tennant en la segunda temporada), uno no puede pasar por alto que la serie de Davies no está a la altura de lo que la televisión actual nos tiene acostumbrados en cuanto a medios. A fin de cuentas, la obra puede parecer un poco pobre en comparación con series como Perdidos o Life on Mars (de la misma cadena). Los efectos y en general todo el aspecto visual se antoja ciertamente tosco.
Pero una vez superada esta primera impresión, en un mundo donde todas las series cansan por su absoluta falta de imaginación y sus continuas repeticiones (que digo eso por no mencionar directamente House o C.S.I.), Doctor Who tiene la curiosa capacidad de funcionar por acumulación. Pasados los primeros momentos, la serie no hace más que ascender.


Por un lado, el propio planteamiento de la serie, que narra la historia de un ser capaz de viajar en el tiempo y en el espacio, limita mucho menos la propuesta y permite conseguir una mayor variedad en sus episodios, que pueden estar ambientados en el pasado o en el futuro, ser de miedo o de aventuras…
Por otro, tenemos a su carismático protagonista y sus múltiples acompañantes y enemigos, encarnados estos últimos por un plantel correctísimo de actores de todas las edades. Desde los siempre solventes Derek Jacobi y Timothy Dalton, hasta el habitualmente muy moderado John Simm dando rienda suelta a su vena más histriónica (lo cual se agradece).


Probablemente uno de los personajes más carismáticos de la televisión actual, el Doctor termina siendo mucho más que un simple bufón (que también es), para guiar dilemas y ambigüedades morales que, si bien no son especialmente profundos ni novedosos, ayudan a enriquecer una historia más allá de una arquetípica figura heroica de las de toda la vida.
Y si la interpretación de Eccleston es más que atractiva, aunque sólo sea por ver como un actor usualmente tan inexpresivo es capaz de hacer tantas tonterías en pantalla, uno termina cogiendo verdadero aprecio a Tennant, no se sabe si porque es el que más ha durado o porque, en efecto, es el mejor.
Su capacidad para caer realmente bien, con sus frases y momentos memorables (“Allons-y”), hace que la combinación del actor con el personaje sea verdaderamente memorable y difícil de superar (a la espera de ver su relevo en la próxima temporada).


Y, como existe el riesgo en series tan variadas, los capítulos de Doctor Who y sus tramas oscilan entre lo prescindible y lo brillante.
Los episodios autoconclusivos, algunos verdaderamente interesantes (tales como Blink o Midnight), van guiando unas temporadas hasta un final épico que, por el lado negativo, Davies suele tener problemas para controlar. Así, pese a la corrección del final de la segunda y la cuarta temporada, y contando con los fallidos de la primera y la tercera, esta faceta de Doctor Who no se realiza completamente hasta el especial The End of Time, donde la combinación de humor, drama y acción acompaña a la confluencia de todas las tramas como un punto final más que correcto a esta etapa.


Así, Doctor Who, en la etapa de Russell T. Davies, es una serie que, in crescendo, termina resultando verdaderamente lograda y adictiva, con algunos de los personajes y momentos más destacados de la televisión reciente.

viernes, 29 de enero de 2010

Acantilado rojo

(Chi bi, 2008)
(Chi bi xia: Jue zhan tian xia, 2009)





Desde el estreno en su día de Tigre y dragón (Wo hu cang long, 2000), la correcta película de Ang Lee, las películas históricas chinas han ido cobrando cada vez más relevancia en occidente, mayormente a cargo de Zhang Yimou, con obras tan interesantes como Hero (Ying xiong, 2002) o la magnífica La maldición de la flor dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006).
Ahora, John Woo, director de películas tan olvidables como M.I.-2:Misión Imposible 2 (Mission: Impossible II, 2000), vuelve a su país de origen, donde se dice que hizo sus mejores trabajos en los años 70 y 80, para contar una historia épica y legendaria, la de la batalla que tuvo lugar en el Acantilado rojo entre diferentes ejércitos.


El resultado de tal proyecto han sido dos películas de dos horas y media cada una, un díptico que se extiende durante cinco horas y que en occidente ha sido convenientemente sazonado y remontado.
No deja de resultar curioso que, mientras diversas distribuidoras se afanan en vender montajes extendidos de películas mediocres y existe una mentalidad de rescatar aquellos clásicos del cine que en su día fueron mutilados, se remonten porque sí películas ajenas, dejándolas en la mitad de su metraje.
Si la versión reducida es mejor o peor no es cuestión, pues lo que importa es que esa no es la película original, que es como es, con sus aciertos, sus fallos y su duración.


¿Significa este afán de ver el épico montaje original que la película de Woo es una obra maestra que permanecerá en la historia como una película épica de tintes clásicos? Las cosas como son, no, en absoluto. No obstante, este retorno del director a su China natal es una más que interesante historia que da mil vueltas a su etapa americana.
Así, lo primero que llama la atención de Acantilado rojo es la capacidad de Woo para desenvolverse con una historia tan compleja, construyendo una película bélica por momentos fascinante, extremadamente entretenida para sus cinco horas de duración y con una perfección técnica impecable (a la que sólo cabe achacar una banda sonora por momentos memorable pero irritante con su insistencia).


Con un reparto liderado por unos estupendos Tony Leung y Takeshi Kanehiro, dos actores del cine de Yimou, este drama bélico es perfectamente divisible en dos estilos diferentes, con sus más y sus menos.
Sin ser enormemente elaborada, lo cierto es que la parte estratégica y bélica de Acantilado rojo (más acentuada en la primera película) es prácticamente intachable.
La capacidad de Woo para visualizar las batallas (hay tres en toda la obra) y hacerlas interesantes es sólo superada por su pulso a la hora de planificar las tomas y narrar las diferentes estrategias y pactos que llevan a cabo los protagonistas . Así, escenas como el primer encuentro en el Acantilado rojo entre los dos protagonistas o la batalla inicial, son momentos que resultan, aunque quizás algo simplificados, enormemente interesantes y por momentos fascinantes.


Pero la moneda que el chino lanza al aire tiene dos caras, y la otra no es tan positiva. Existe en Acantilado rojo un estilo dramático, más acrecentado en la segunda película, que lastra la obra. Y es que, siendo claros, Woo carece del talento de Yimou para narrar dramas humanos, y el componente más emocional de su díptico está a años luz del que el otro director demostró en la mencionada La maldición de la flor dorada.
Es en subhistorias como la de la mujer de Zhou Yu (a la que tampoco ayuda la floja interpretación de Chiling Lin) o en la relación que traba la espía en el campo enemigo (y que pretende acudir a la emotividad facilona) donde la obra se resiente y llega, por momentos, a rozar el ridículo (el nacimiento del caballo, verdaderamente surrealista).


Son sus elementos bélicos (tales como la maniobra de Zhuge Liang para recoger flechas) y estratégicos (el mandato de Yu a sus hombres para borrar los granos de arroz de sus botas) y la relación entre sus dos protagonistas, que fácilmente ocuparán cuatro horas del metraje, donde la nueva película de John Woo encuentra su tono y consigue despegar.

miércoles, 27 de enero de 2010

Sherlock Holmes

(2009)





El detective creado por Conan Doyle es, a día de hoy, el personaje literario más adaptado al cine. Los progresivos cambios que han ido dándose en el mundo fílmico sobre él y que han hecho olvidar ciertos rasgos de su personalidad o han encumbrado elementos apócrifos (“Elemental, querido Watson”) , nos llevan a concluir que las películas de Sherlock Holmes sólo pueden ser vistas, en la mayoría de los casos, como hijas de su tiempo, con todos los fallos y los aciertos que ello conlleva.


Y si en los ochenta tuvimos la versión juvenil y fantasiosa del personaje, con El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, 1985), ahora toca una revisión enmarcada en el contexto de las superproducciones cargadas de acción y efectos especiales.
Aun teniendo en cuenta la presencia de Guy Ritchie y Joel Silver, lo cierto es que esta nueva visita al universo del detective consigue salir con cierta dignidad del atolladero. Y, con las películas que hemos podido ver últimamente, ello ya es en sí mismo algo a destacar.


Partiendo de una visión acomodada a los deseos de las productoras, la nueva aventura de Sherlock Holmes recupera ciertos elementos de la obra original que hasta ahora habían estado enterrados, tal como su afición al boxeo, a la esgrima, o la inusitada dignidad del personaje de Watson. Y, por supuesto, la presencia del razonamiento deductivo.
Por supuesto, todos los elementos estarán contemplados desde el prisma de una superproducción de acción del siglo XXI y serán convenientemente sazonados para tal caso, incluyendo resoluciones (como la explicación final) forzadas y facilonas, un sentido del humor que a veces funciona (Sherlock Holmes saliendo por la ventana) y a veces no (él atado desnudo a una cama) y unas escenas de acción no demasiado bien resueltas.


Contando con un guión aceptable, Guy Ritchie toma las riendas de la película rodeándose de un equipo de técnicos y especialistas que, por supuesto, saben cumplir perfectamente con su profesión, pero que no consiguen cubrir las carencias del inglés como director.
Y es que, aunque sus tics (ralentizaciones y derivados) puedan estar mejor llevados que en otras películas, su dirección termina resultando verdaderamente apática, sin transmitir absolutamente nada.
Con este panorama, quién lo iba a decir, uno de los elementos más destacados sería la partitura del cada día más temible Hans Zimmer, capaz de lo mejor (The Ring) y lo peor (Kung Fu Panda), que aquí, aunque sin hacer nada especialmente brillante, se atreve a innovar en el sonido y crear algunos temas musicales que intentan ir más allá de una tonadilla heroica (aunque sólo lo consiga a medias).


Así, Sherlock Holmes se aúpa enteramente en los hombros de sus actores principales, Robert Downey Jr. y Jude Law (a Rachel McAdams mejor no mencionarla).
Con su humor y moderación el primero y con su porte el segundo, encarnan a los personajes de Conan Doyle de una forma más que correcta y se aprovechan de los pocos detalles realmente mencionables del guión (y que siempre se refiere a la relación entre ambos), y dan cierto atractivo a una película que, aunque en ningún momento llega a insultar la inteligencia del espectador, termina haciéndose algo cansina.

lunes, 25 de enero de 2010

Dersu Uzala

(1975)





Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954) y Rashomon (Rashômon, 1950) son a día de hoy películas de una brutal influencia, incluso en aquellos que no las conocen pero han sido testigos de remakes u homenajes varios, que ya prácticamente forman parte de la cultura popular, como quien dice.


Akira Kurosawa, probablemente uno de los mejores directores de la historia del cine, ha sido un autor enormemente homenajeado y con una carrera por momentos brillantes en la que no sólo sobresalen las cintas ya mencionadas, que también (especialmente la primera, brillante), sino la plasmación en imágenes de la historia real de Dersu Uzala, un cazador de la tunda rusa que traba amistad con un capitán del ejercito ruso.


El japonés se adentra en el cine ruso con un idioma extranjero para narrar una historia sencilla, que no simplona, con la parsimonia característicamente oriental.
Y es aquí, descansando enteramente sobre sus personajes y construyendo unas relaciones que, lejos de la obviedad y el énfasis, resultan de lo más realistas, donde Dersu Uzala se conforma como una película verdaderamente memorable y conmovedora, con momentos tanto emotivos (el reencuentro) como verdaderamente dramáticos (su último acto, desgarrador).


El poderío visual de Kurosawa es un elemento vital para construir una historia que sustenta gran parte de su peso en la imagen y la ambientación, que componen una recreación magnífica de la naturaleza y ayudan de forma inestimable al mensaje naturalista que encierra la cinta y que a día de hoy conviene no olvidar.


El personaje de Dersu, encarnado magnificamente por Maksim Munzuk, es uno de los protagonistas más memorables del cine de los últimos 40 años, y presenta, en su relación con el capitán, momentos que conforman una obra de una gran fuerza.
La diversión, la emotividad, el drama... hacen de Dersu Uzala, en su sencillez aparente, una película imprescindible y difícil de olvidar.