
En muchos casos, la mayor crítica que se puede hacer es el simple retrato.
Mucha gente necesita distanciarse y ser arrastrado por la corriente para aceptarlo, sin caer en la cuenta que las acciones de hace cientos de años que condenamos, son las mismas en las que incurrimos nosotros ahora mismo.
Pequeña digresión para hablar de Domingo sangriento, posiblemente la mejor película de Paul Greengraas, que narra la masacre del ejército a un grupo de ciudadanos irlandeses en 1972.
Greengraas es posiblemente más conocido por sus incursiones en el cine blockbustero, como las entretenidas dos últimas partes de la saga Bourne o la infame Green Zone, pero es en contadas ocasiones cuando se decanta por proyectos más personales. A día de hoy, de sus proyectos cinematográficos, solo dos han sido escritos por él mismo; sus dos mejores trabajos. United 93 y esta Domingo sangriento.
Ambas películas tienen un estilo documental y ambas son dramatizaciones de sucesos reales, con un poderío dramático increíble y, en el caso de la película que nos ocupa, toda clase de lecturas y críticas.
Porque la dramatización es clara y en ocasiones resulta algo torpe, pero es un simple adorno al verdadero poder de la película, que son los mismos hechos.
Los personajes de Domingo sangriento, sus historias personales, nos importan e interesan a un nivel emocional, al mismo nivel al que nos importan los personajes de cualquier ficción actual.
Los sucesos reales, los hechos contrastados, componen una fotografía de una situación ridículamente violenta que plantea toda clase de cuestiones sobre el poder y la democracia, inherentes no a la película, sino a la situación misma.
Como el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, el mero retrato de acciones pasadas es un vistazo a su naturaleza, un retrato de lo que pasa actualmente y una profecía de lo que seguirá pasando; un perfecto retrato de un mundo en conflicto que necesita cientos de años o kilómetros de distancia para reconocer en otros sus propios errores.