En Team America (2004), el delirante espectáculo de marionetas de Trey Parker y Matt Stone, el equipo de superhombres del título defendía París de un ataque de diabólicos terroristas árabes, a costa de destruir la propia ciudad.
Apenas es una escena novedosa para cualquiera que pasara su infancia siguiendo las desventuras de los Power Rangers y su ciudad de cartón-piedra o las locas algarabías de un Arnold Schwarzenegger hipermusculado.
La línea entre la parodia y la seriedad llega a ser muy fina. Así, donde muchos quisieron ver un alegato fascista, Paul Verhoeven se marcó una deliciosa comedia disfrazada de anuncio de calzoncillos en Starship Troopers (1997).
Y, aunque faltas de este componente de autoconciencia, existen otras películas de acción vacías no carentes de encanto.
Aunque gestada en el éxito del Transformers (2007) de Michael Bay, con la que comparte director de fotografía (el irregular Mitchell Amundsen), G. I. Joe tiene más en común con Team America y supone una regresión, en el peor (o mejor) sentido de la palabra, a esas películas en donde el Gobernator ajusticiaba alienígenas con un puro en la boca.
La película de Stephen Sommers capta a la perfección el espíritu de los muñecos en que se basa. Y si alguien quiere, hasta se lo puede tomar como un cumplido.
Las aventuras de estos musculitos atiborrados de esteroides reúnen toda clase de tópicos habidos y por haber, y aunque Sommers los intercale con ciertas frases y chascarrillos pretendidamente humorísticos, lo que de verdad hace de G. I. Joe (o parte de ella) una gran comedia son sus flashbacks supuestamente emotivos, sus diabólicos malvados con horribles planes de dominación mundial, sus ninjas de tortuoso pasado… La película de los Geiperman (el que debía haber sido el titulo español) es tan grotesca como uno puede esperar. Y está por determinar si Sommers era consciente de lo que estaba haciendo.
Los que sin duda estaban al corriente de lo que supone hacer una película de G I. Joe son los buenos actores que pululan de fondo por ella y dan la replica a los jóvenes musculosos que en su seriedad terminan resultando enormemente cómicos.
Christopher Eccleston se lo pasa bomba con su Goldfinger de pacotilla, al igual que Jonathan Pryce, quien lleva veinte años repitiendo el mismo papel. Pero quien sin duda se lleva el gato al agua es Joseph Gordon-Levitt. El joven actor, protagonista absoluto de esa maravilla que es Brick, deja de lado su faceta más artística y demuestra con cada uno de sus movimientos que hacer de Doctor Cobra cubierto de maquillaje y objetos estrafalarios es verdaderamente divertido (atención a sus delirantes 10 minutos finales).
A pesar de la diversión, voluntaria e involuntaria, que puede suponer G. I. Joe, lo cierto es que acaba sucumbiendo a la mano de Sommers. Tras la delirante Deep Rising (1998) y la divertidísima La momia (The Mummy, 1999), el director se sumergió en espectáculos digitales más tontos de lo habitual (El regreso de la momia - The Mummy Returns, 2001- y Van Helsing, 2004) y aquí termina funcionando con piloto automático.
Su trabajo parece dedicarse a filmar el guión de la forma más plana posible (aunque con cierto sentido del humor y una falta de pretensiones que es de agradecer con tantas señales del futuro y venganzas de caídos) y contando con gente que ajusta su talento a las dimensiones del producto y que contribuyen a hacer de G. I. Joe un espectáculo vacío y cómico cuyas dos horas de duración son, a todas luces, excesivas.
Apenas es una escena novedosa para cualquiera que pasara su infancia siguiendo las desventuras de los Power Rangers y su ciudad de cartón-piedra o las locas algarabías de un Arnold Schwarzenegger hipermusculado.
La línea entre la parodia y la seriedad llega a ser muy fina. Así, donde muchos quisieron ver un alegato fascista, Paul Verhoeven se marcó una deliciosa comedia disfrazada de anuncio de calzoncillos en Starship Troopers (1997).
Y, aunque faltas de este componente de autoconciencia, existen otras películas de acción vacías no carentes de encanto.
Aunque gestada en el éxito del Transformers (2007) de Michael Bay, con la que comparte director de fotografía (el irregular Mitchell Amundsen), G. I. Joe tiene más en común con Team America y supone una regresión, en el peor (o mejor) sentido de la palabra, a esas películas en donde el Gobernator ajusticiaba alienígenas con un puro en la boca.
La película de Stephen Sommers capta a la perfección el espíritu de los muñecos en que se basa. Y si alguien quiere, hasta se lo puede tomar como un cumplido.
Las aventuras de estos musculitos atiborrados de esteroides reúnen toda clase de tópicos habidos y por haber, y aunque Sommers los intercale con ciertas frases y chascarrillos pretendidamente humorísticos, lo que de verdad hace de G. I. Joe (o parte de ella) una gran comedia son sus flashbacks supuestamente emotivos, sus diabólicos malvados con horribles planes de dominación mundial, sus ninjas de tortuoso pasado… La película de los Geiperman (el que debía haber sido el titulo español) es tan grotesca como uno puede esperar. Y está por determinar si Sommers era consciente de lo que estaba haciendo.
Los que sin duda estaban al corriente de lo que supone hacer una película de G I. Joe son los buenos actores que pululan de fondo por ella y dan la replica a los jóvenes musculosos que en su seriedad terminan resultando enormemente cómicos.
Christopher Eccleston se lo pasa bomba con su Goldfinger de pacotilla, al igual que Jonathan Pryce, quien lleva veinte años repitiendo el mismo papel. Pero quien sin duda se lleva el gato al agua es Joseph Gordon-Levitt. El joven actor, protagonista absoluto de esa maravilla que es Brick, deja de lado su faceta más artística y demuestra con cada uno de sus movimientos que hacer de Doctor Cobra cubierto de maquillaje y objetos estrafalarios es verdaderamente divertido (atención a sus delirantes 10 minutos finales).
A pesar de la diversión, voluntaria e involuntaria, que puede suponer G. I. Joe, lo cierto es que acaba sucumbiendo a la mano de Sommers. Tras la delirante Deep Rising (1998) y la divertidísima La momia (The Mummy, 1999), el director se sumergió en espectáculos digitales más tontos de lo habitual (El regreso de la momia - The Mummy Returns, 2001- y Van Helsing, 2004) y aquí termina funcionando con piloto automático.
Su trabajo parece dedicarse a filmar el guión de la forma más plana posible (aunque con cierto sentido del humor y una falta de pretensiones que es de agradecer con tantas señales del futuro y venganzas de caídos) y contando con gente que ajusta su talento a las dimensiones del producto y que contribuyen a hacer de G. I. Joe un espectáculo vacío y cómico cuyas dos horas de duración son, a todas luces, excesivas.
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