sábado, 21 de julio de 2012

El caballero oscuro. La leyenda renace




Christopher Nolan es uno de esos directores que parece que debes amar u odiar pero que, en cualquier caso, no te debe dejar indiferente. Y aunque sin duda es un director de éxito y con buenas ideas, lo cierto es que adolece de un mal que cada vez se da más en el cine actual, esa sensación de que uno está viendo una película descuidada y que bien podría necesitar un par de revisiones.
El caballero oscuro tenía un ritmo trepidante, un gran personaje y algunas ideas que ayudaban a  pasar por alto sus fallos de dirección y montaje. Origen, por otro lado, estaba más cuidada en ese aspecto, a pesar de ser obvia en su exposición y limitada en su planificación. En cualquier caso, supuso un claro paso adelante y una evolución en la carrera de Nolan, que ahora el director parece haber retrocedido con creces con la tercera entrega de su saga de Batman.
La sensación que da El caballero oscuro: La leyenda renace es que Nolan vuelve a un universo cuyo cenit ya alcanzó con la segunda parte sin muchas ganas por seguir su historia y tirando de piloto automático para resolverlo todo. Como todas terceras partes, es delirantemente épica, dramática y reveladora.

La sensación final es, nuevamente, que necesitaba no ya un par, sino unas cuantas revisiones y que es una película sustentada sobre ideas sin desarrollar que tiran del tópico.
Empezando por lo más básico, el guión pretende abarcar multitud de escenas, momentos y personajes, muchos de ellos meramente anecdóticos o sin ninguna repercusión real., basándose en una historia demasiado compleja y difícil para lo que finalmente alcanza y siendo constantemente impregnada por la obviedad y la expresión manifiesta de absolutamente todo de la forma más clara y sencilla posible. Los personajes de El caballero oscuro enuncian cada sentimiento y, por si no queda claro, cada acción y cada nombre.
La historia misma es tan épica que no solo no logra alcanzar sus aspiraciones, sino que se cae con todo el equipo. Los personajes que la pueblan carecen de cualquier atractivo y pretenden sustentar toda la historia a través de esas emociones manifiestas, cuando Nolan no decide hacerlo en imposibles delirios grandiosos para hacerla lo más espectacular posibles, todo a favor de un arco y una historia completamente anárquica, innecesariamente larga y ridículamente sorpresiva.

 La labor de Nolan como director nunca ha sido demasiado destacable. Aunque tiene personalidad y ciertas ideas, su resolución de las escenas suele ser bastante plana. Y si en Batman Begins esto era especialmente patente, en El caballero oscuro corrigió algo sus errores y en Origen hizo algo bastante más decente. En esta tercera parte, para no desentonar con el guión, nos da la peor dirección de toda su carrera. El caballero oscuro. La leyenda renace está terriblemente narrada.  Es difícil no mencionar aquí el montaje, que ha sido otro de sus mayores fallos a lo largo de su carrera, dotando a sus películas de un ritmo del todo equivocado con el ansia de encajar cuantas más cosas mejor dentro del metraje. Nolan prefiere eliminar los momentos de transición antes de dejar fuera algún prescindible arco argumental, y eso es algo que repercute.
El resultado de todo esto es que la película no respira en absoluto, las escenas carecen de entidad y al final todo es una sucesión de eventos que no parecen tener demasiada relación y que Nolan enfoca con una torpeza pocas veces vista.  No hay ningún contexto y la presentación de los eventos es totalmente confusa, cuando no absolutamente débil, como las escenas en la casa de Catwoman, la esperada batalla entre Bane y Batman o la primera aparición de Batman; que carecen de cualquier impacto por culpa de la puesta en escena.

Esta torpeza de Nolan contagia, como es de esperar, a los propios actores, que se ven con unos personajes insuficientes como para poder destacar en algún momento. El resto de sus colaboradores habitual hace un trabajo decente, empezando por la música de Hans Zimmer y destacando la siempre estupenda labor de Wally Pfister, su director de fotografía habitual, que aquí intenta imprimir a ratos un tono crepuscular bastante apreciable.

La tercera entrega de El caballero oscuro es una película descuidada, víctima de su propia ansia de épica, un productor que da la sensación de haberse cocinado a toda prisa cuando aun necesitaba más preparación y con tan poco impacto que se olvida nada más salir de la sala. 

viernes, 1 de junio de 2012

La chispa de la vida

(2011)


En un primer vistazo a La chispa de la vida llama la atención que un director tan personal como es Alex de la Iglesia pudiera aceptar lo que parece ser un proyecto de encargo, partiendo de un guión ajeno (del autor de Tango y Cash) y con la producción de Andrés Vicente Gómez, del que tenía pocas cosas agradables que decir cuando le dejó y se montó su propia productora. Y no me cabe duda de que esto se debe a Balada triste de trompeta.

Su anterior película era algo verdaderamente curioso, una hipérbole totalmente visceral de su universo reflejando su propia experiencia, una colección de piezas de extrañeza y bestialidad. Y si bien es cierto que su guión es un sinsentido constante y su dirección tiene fallos casi imperdonables, es una película delirantemente disfrutable. Aun así, el fracaso que supuso en taquilla fue lo que posiblemente le impulsó a dejar de lado sus proyectos característicos y hacer algo más impersonal.

Y, aun así, La chispa de la vida sí es una película de Alex de la Iglesia, que reescribió el guión original para adaptarlo a nuestra realidad. El resultado es, directamente, un quiero y no puedo de proporciones gigantescas, un adoctrinamiento tan torpe como ingenuo.

El punto de partida es una especie de revisión de El gran carnaval con dos cambios sustanciales. Por un lado, como es el signo de los tiempos, la historia se hace mucho más enfática y exagerada, siendo ahora el propio herido el que se vende a las cámaras. Por otro, se ha adaptado a la pura idiosincrasia española, sustituyendo al ambicioso reportero de un periódico local por el director de un programa del corazón de la cadena de televisión Antena 5. Así es, Antena 5. Porque ese es el nivel de la película.

La idea de realizar una adaptación a tiempo presente de la cinta de Billy Wilder  puede resultar curiosa, pero no sé muy bien hasta qué punto necesaria, ya que es una de esas películas, como Escándalo de Kurosawa, que vistas a día de hoy resultan sorprendentemente actuales. Quizá por esto, da la sensación de que la única forma de separarse era llevar la película al siguiente nivel, independientemente de si era algo soportable o no.

Probablemente esta sea la única película de De la Iglesia que podría definirse abiertamente como un drama al uso. Y, en parte, ahí radica su primer fallo, porque el bilbaíno no es Billy Wilder, es un pintor de brocha gorda, y a mucha honra. Nadie podría decir que La comunidad o Crimen ferpecto son películas sutiles, pero por su naturaleza y su humor tampoco deberían serlo. En La chispa de la vida, por otro lado, estas posturas grotescamente exageradas contrastan brutalmente con el drama humano que supuestamente relata.

Es prácticamente imposible sumergirse en La chispa de la vida porque su obviedad está constantemente sacándonos fuera. En ningún momento hay ninguna duda de lo que Alex de la Iglesia quiere criticar o transmitirnos, porque los personajes lo enuncian de la forma más clara y sencilla posible. No deja que sean las propias acciones las que definan la situación, sino que lo hace a través de diálogos, como cuando Salma Hayek realiza una confesión al doctor que el espectador ya conocía desde el primer plano de la película o cuando los propios personajes de los programas del corazón describen perfectamente ante la cámara su naturaleza malvada. Por si fuera poco, todos pondrán una mirada malvada, se situarán entre las sombras y estarán rodeados de cuervos. Ya saben, para que no nos pase por alto que estos tipos son realmente malvados. 

La chispa de la vida es ingenua y moralista en su retrato de los fenómenos mediáticos y la naturaleza humana. Y, siendo una película de claras ambiciones dramáticas, resulta curioso que muchas veces esté a punto de sacarnos una sonada carcajada en momentos como ese en que todos los personajes comienzan a llorar (algo sin duda compatible con todo lo anterior que se nos ha contado en la historia). No puedo evitar preguntarme cómo habría sido esta película convertida en una comedia, dejando de lado esa absurda noción de que hay historias que solo pueden contarse a través del drama. ¿Cómo habría sido ver a los personajes de Balada triste de trompeta o La comunidad en este escenario?

Al final, uno tiene la sensación de que el guión de La chispa de la vida necesita no una ni dos, sino diez o quince revisiones. No solamente me refiero a esos diálogos y situaciones torpes, sino a elementos básicos. La concepción de la distancia espacial entre Madrid y Cartagena es cuanto menos curiosa, ya que José Mota sale de una entrevista en Madrid y decide pasarse por Cartagena para reservar una habitación en un hotel. Por si fuera poco, cuando este buen hombre llega al lugar es arrastrado inintencionadamente a la presentación para la prensa de la restauración del circo romano de Cartagena. Este es el primer momento donde uno se da cuenta de que algo falla en la película cuando Alex de la Iglesia ha sido incapaz de encontrar una excusa más plausible para su propia premisa. Porque el hecho de que un hombre vaya a preguntar una dirección a un guardia de seguridad que custodia la entrada a un recinto privado, sea cegado por flashes y arrastrado dentro por una marabunta de gente sin que absolutamente nadie cuestione su presencia allí y que luego, buscando la salida, decida que es buena idea caminar por unos andamios hacia una estatua de piedra que cuelga de una grúa… La chispa de la vida presenta tanta imposibilidades en los tres minutos (¡tan solo tres!) previos al accidente principal, que me resulta completamente imposible tomarme en serio absolutamente nada de lo que venga después.

Y si la película tiene una factura técnica y artística correcta (sorprendentemente bueno José Mota) y ciertamente no es particularmente infernal, su intento de adoctrinamiento moralista y su ingenuidad (que, por otro lado, la emparentan bastante con películas como Network) es algo por lo que no puedo pasar.



martes, 15 de mayo de 2012

La experiencia cinematográfica


Recientemente tuve la oportunidad de ir a un par de sesiones del Phenomena en Madrid y me di cuenta de que prácticamente se me había olvidado lo que significaba la experiencia cinematográfica. Con todos los fallos que puede tener el festival (tales como los aplausos desmesurados cada dos por tres), me recordó lo que es ver una buena película, verla bien.
Posteriormente fui a un cine en versión original y la comparación casi me hizo llorar. El tipo del proyector parecía estar en brazos de Morfeo y no darse cuenta de que la imagen era demasiado pequeña, o estaba deformada, o estaba borrosa. Tampoco es que pudieras apreciarlo demasiado bien, porque el tamaño de la pantalla era parecido al de la televisión de mi salón. El sonido podía igualarse en calidad con los auriculares de un tren de segunda. El público, bueno, hay de todo, pero yo personalmente siento una enorme fascinación por la figura del espectador que llega tarde a la proyección. La media en estrenos populares suele ser los 4 o 5 minutos, pero me impresionan las personas, que las hay, que entran con normalidad cuando la película ha empezado hace más de 20 minutos. Tampoco es tan grave como suena, porque de un tiempo a esta parte ese cine al que voy tanto ha decidido que los beneficios de las entradas y las palomitas no eran suficiente y era sabio complementarlos con 15 minutos de anuncios que comienzan a la hora a la que supuestamente debería empezar la película. Para coronarlo todo, casi siento ganas de arrodillarme en el suelo  gritar con desesperación cuando veo que el precio de la entrada supera ya los 10 euros. Y todo esto, sin tan siquiera decir nada de la película.
La gente está tan ocupada en su día a día que contempla el cine como una mera forma de evasión y sin tener en cuenta la calidad del cine, del doblaje o de la película misma. Lo importante es que exploten cosas el 90% de las veces que vamos al cine y que nos sintamos falsamente inteligentes y cultos el otro 10%. Lejos de mi intención aludir con este último comentario a, respectivamente, Origen y The Artist, por supuesto.
 Y en medio de ese Phenomena, viendo por enésima vez Regreso al futuro, me sorprendí riendo y emocionándome como si fuera la primera vez. Una razón era que estaba viviendo una auténtica experiencia cinematográfica en la sala, con una calidad de imagen de lujo, una pantalla grande, con un público que compartía tu misma pasión por la cinta y, al mismo tiempo, te dejaba verla. Ahora que la gente va menos al cine, las salas se ven obligadas a maximizar el beneficio. Con las palomitas, los mencionados anuncios, vendiendo entradas para la sesión que ha empezado hace 10 minutos, subiendo cada vez más la entrada porque, claro, se ve que con todo lo anterior no llegan. Todo esto, por supuesto, convirtiendo el espacio que antes se reservaba para una sala en 3 multicines. Al final, uno tiene la impresión de haber ido a comer un solomillo de primer nivel al Burger King de un callejón de mala muerte.
La otra razón de mi sorpresa en el Phenomena era la calidad de la película. Hasta este día yo recordaba Regreso al futuro como una película algo coja y sobrevalorada, pero cambié totalmente mi idea de ella. Y es que, dentro de su propuesta, es una película brillante. Es divertida, está bien escrita y, sobretodo, funciona como un reloj suizo. La comedia está donde debe, la acción entra cuando tiene que hacerlo y la tensión dura lo que tiene que durar. Compararla con la inmensa mayoría del cine de entretenimiento presente es hacer un flaco favor a los directores  actuales (y, para el caso, al propio Zemeckis tal y como está ahora).
Cada día se estila más eso de reivindicar el cine como un entretenimiento, contra lo que no tengo absolutamente nada. El problema es que poco a poco esa postura parece ir convirtiéndose en una falta de exigencia y una limitación consciente. Parecemos defender ciertas películas diciendo que no se le puede pedir peras al olmo, que no esperáramos una película de arte y ensayo y que, mi argumento más odiado, no siempre queremos comer un solomillo, a veces nos apetece una hamburguesa del McDonalds.
Hay una corriente ahora de desdeñar ciertas películas u obras por asociarse a una corriente gafapasta, intelectualoide o arcaica y ensalzar otras películas como meros entretenimientos sin pretensiones. Y tan pronto empiezas a desgranar y analizar la película, alguien hace notar que pareces un crítico de cocina puntuando con tenedores las patatas fritas que te han dado con tu McRib. Por no hablar de querer ver la última de Michael Bay en versión original, como si fuera una tontería porque a quién le importa la actuación y las voces. Nosotros hemos venido a ver explosiones y ya.
Por supuesto, no hay nada de malo en disfrutar cualquier película, sea El padrino, sea Transformers, siempre que te gusten. Pero decir que hay un tipo de cine que nunca podrá ser genial, y pagar 11 euros, más palomitas, por ir a verlo en una sala de segunda, es malgastar el dinero conscientemente y cerrar barreras a tu propia experiencia cinematográfica.
Y no hace falta comparar Ira de titanes con Lawrence de Arabia. Basta con ver Regreso al futuro y comprobar que un guión sin agujeros y una buena dirección marcan mucho la diferencia entre una buena película y una película “entretenida” plagada de explosiones diseñadas sonoramente para sobreponerse al ruido de las palomitas.

domingo, 6 de mayo de 2012

Los Vengadores


(The Avengers, 2012)


Hay gente que a la hora de hablar de películas de Marvel Producciones engloba automáticamente todas las que tienen personajes de la editorial (probablemente, hasta aquella 4 Fantásticos producida por Roger Corman). Pero lo cierto es que hay una distancia bastante grande entre los Spiderman de Sam Raimi, por no mencionar Daredevil o Los cuatro fantásticos, y las películas realmente producidas por Marvel.

Marvel Producciones ha resultado ser una productora con puño de hierro y visión clara de por dónde llevar sus personajes y, hasta ahora, la jugada parece estar saliendo más bien que mal. En ese sentido, resulta curioso comparar esta trayectoria con la de DC, que siendo propiedad de Warner y teniendo enormes facilidades para tener el control sobre la adaptación de sus personajes, solo consigue despegar cuando estos son puestos en buenas manos (Richard Donner en Superman y Tim Burton y Christopher Nolan en Batman), fracasando estrepitosamente cuando los enfocan como una superproducción sencilla e impersonal (¿Se acuerda alguien de Linterna verde?).

Las películas de Marvel no han venido siendo lo que se dice películas muy personales (como sí podría decirse de las sagas de Burton y Nolan), pero como superproducciones han resultado siempre bastante entretenidas y con algunos elementos por encima de la media. Por un lado, siempre han contado con un gran equipo técnico y artístico y hay que reconocer que Marvel ha sabido arriesgarse en varios momentos, dejando cierto margen dentro de ese férreo control que mantenía para alejarse de los típicos nombres de encargo que suelen asolar estas producciones.

Contratar a Robert Downey Jr. para un rol protagonista fue una decisión arriesgada. Un actor que poco a poco parecía superar su declive a través de papeles secundarios o como protagonistas en películas pequeñas (a día de hoy, sus trabajos en Zodiac y Kiss Kiss Bang Bang son los mejores que ha hecho).
El rol del intratable Edward Norton en Hulk tuvo peores consecuencias, pero no cabe duda de que su película se convirtió en un trabajo de lo más interesante gracias a su actuación y sus reescrituras (no acreditadas). De hecho, todas las escenas en las que no aparece Hulk son de lo más estimables.
Y la lista sigue, con nombres de directores (Kenneth Brannagh, Shane Black) y actores (Natalie Portman, Anthony Hopkins, Tomy Lee Jones…).

Al final, ninguna de sus producciones podría ser considerada legendaria, pero sí condenadamente entretenida y con un tono que las hace diferentes del resto de superproducciones y, a la vez, diferentes entre ellas.

Porque resulta casi imposible que Iron Man, Hulk, Thor y Capitán América convivan en el mismo universo. ¿Cómo juntarlos a todos sin que el resultado se vaya de las manos? Los Vengadores lleva gestándose desde los créditos finales de Iron Man y a lo largo de los años, diversos nombres han ido apareciendo y desapareciendo de la lista de producción. El impersonal Jon Favreu, director de Iron Man y secuela, estuvo a punto de dirigirla. Zak Penn, guionista de El increíble Hulk, estuvo a punto de escribirla. Pero finalmente entró en escena Joss Whedon que, como favor personal a Marvel, para la que había escrito varios comics, decidió intentar salvar un guión insalvable. La productora, con dos dedos de frente, le ofreció empezar de 0 y hacer suya la película. Whedon no solo ha demostrado ser un guionista ingenioso en series como Buffy, sino que es un profundo conocedor del universo Marvel y sabe hacer películas corales (como Firefly y Serenity demuestran). De modo que el resultado es, nuevamente, enormemente digno.

El amigo Joss estructura Los vengadores como un grandioso y épico clímax a las cinco cintas anteriores, con todas sus cosas buenas y sus cosas malas. No tiene sentido perder tiempo volviendo a presentar a los personajes y realmente la película no deja de ser un complemento al resto de cintas de la productora, mal que pese a muchos. En este sentido, las culpas no van a Whedon sino al propio concepto de película, extraña secuela crossover hasta ahora prácticamente inédita en el mundo del cine, no así en el de los comics. Personalmente, yo nunca he sido demasiado defensor de estos crossovers-secuelas-spin offs, en cuanto que te obligan a seguir veinte colecciones diferentes y ochenta universos complementarios. Y aunque en las películas Marvel lo está llevando más o menos bien, lo cierto es que la secuencia entre créditos finales de Los Vengadores me aterra, porque no parece poner un punto final a esta colección. Porque ahora tenemos Iron Man 3, Thor 2, Capitán América 2, Hulk 2 y Los Vengadores 2… Espero estar equivocado, pero tener el batiburrillo Marvel en cines puede ser demasiado. Así pues, Los vengadores es una película sin entidad propia y, por tanto, coja (como, por otro lado, también puede serlo cualquier secuela).

Pero lo cierto es que, habiendo visto las 5 películas de la saga, resulta de lo más entretenida. Whedon pilla perfectamente la psicología de todos los personajes y lo hace quitándose melodramas innecesarios y dándole a todo un sentido del humor y la ironía muy apreciable en el cine reciente (que es solo uno de los muchos elementos que la emparejan con Misión Imposible 4). La película sorprende con sus golpes de humor casi en la línea de los buenos ZAZ y dosifica bien a los cuatro personajes, dejándoles lucirse pero sin acaparar, colocándoles justo donde deben estar en cada momento y permitiéndoles ser memorablemente graciosos cuando pueden. Cada hostia de Hulk, las coñas de Stark, Thor convocando su martillo desde el quinto pino y el Capitán América a la búsqueda de las referencias de la época… Entre hostia y hostia, lo más recordable de Los Vengadores es este necesario sentido del humor y el ingenio de las relaciones entre los personajes.

El otro gran pilar de la cinta es la acción, donde Whedon se permite brillar menos. Siempre ha sido mejor guionista que director. Aunque sabe mantener en línea un guión, en la dirección demuestra buenas ideas de cuando en cuando (el travelling entre los personajes en la lucha final), pero el resto del tiempo parece rodar en modo automático. El largo clímax final consigue mantenerse gracias a su faceta de guionista, donde sabe dosificar la acción y narrarla bien (no un “Robots se dan hostias”, que es lo que debe escribir Ehren Kruger en los guiones de Transformers).

Con todo esto, Los Vengadores es un divertimento de lo más entretenido. Tiene ritmo, es correcto, hace reír y se olvida el 90% tan pronto cuando uno sale de la sala. Como todas las películas Marvel, vamos. 
¿Dónde falla entonces la película? Si obviamos lo ya comentado, que es una cinta floja por propia concepción, uno se queda con la sensación de que él guión necesitaba un par de reescrituras para conseguir despegar y que en manos de un director con más talento podría subir muy alto.

La cinta tiene personajes y situaciones que no van a ningún sitio. Ojo de halcón apenas sí hace un par de cosas en toda la cinta y Scarlett Johansonn, aunque tiene un par de buenas escenas, cae en saco roto. ¿Qué sentido tienen sus estrategias de sonsacar información si luego no se usan de ninguna forma?

Pero lo más grave, a mi parecer, radica en lo deslavazado de su historia. La historia parece moverse a trompicones, dándonos de vez en cuando una escena de acción protocolaria, pero sin molestarse demasiado en unirlas. Los personajes vienen y van y, si evolucionan, lo deben hacer fuera de cámara (¿cómo pasa Hulk de ser un monstruo descontrolado a parte del equipo?). Y todo esto queda coronado por la batalla final. En aras de conseguir un  clímax épico en medio de Nueva York, Whedon se saca de la manga un espectacular ejército alienígena que parece completamente fuera de lugar, como si decir “estaban en los comics” justificara automáticamente su inclusión.

La última hora de Los vengadores es entretenida, qué duda cabe, pero todo lo que pasa está puesto en base a hacer el final más espectacular posible, sin importar su lógica.

Ejércitos alienígenas que puede ser parte de Los vengadores como de Star Trek y que son derrotados por 6 tíos a base de puñetazos, coronándolo todo con el mayor deus ex machina del cine reciente. 
Así, la simple corrección inunda prácticamente todo el metraje de Los Vengadores, con algún destello ocasional (Tony Stark) y alguna mediocridad puntual (la banda sonora de Alan Silvestri), quedando al final como un sencillo entretenimiento, pero a años luz de los que Joss Whedon es capaz.

lunes, 12 de marzo de 2012

9ª Muestra Syfy de Cine Fantastico


John Carter
En apenas un año dos directores de animación han decidido pasarse a la imagen real. Y si Brad Bird hizo algo más que decente con un proyecto de encargo como Misión Imposible 4, Andrew Adamson hace un proyecto personalísimo y se cae con todo el equipo.
John Carter es un batiburrillo sin sentido entregado a todas las modas del cine mainstream actual y sin saber manejarlas bien. Además, Stanton cae víctima de ese fanatismo por la obra original y se entrega a todos esos detalles que los fanáticos amaran pero que al resto serán indiferentes.
Por un lado, el guión es increíblemente simplón en sus personajes, arquetipos andantes, sus diálogos son de una simplicidad apabullante que pretende simular una profundidad emocional inexistente; y la historia es un batiburrillo sin sentido que pretende complicarlo todo lo más posible como si eso lo hiciera mejor.
Pero un mal guión puede ser compensado por una buena dirección. Este no es el caso. Stanton no tiene ni idea de dónde colocar la cámara, simplemente pone mil cámaras en ochenta puntos diferentes de los escenarios, lo rueda todo, y luego se lo entrega al montador para que haga algo con ello. La película es visualmente plana, plagada de planos sin sentido, narrada confusamente y, eso sí, plagada de efectos visuales, a ver si así se compensan el resto de deficiencias.
Prácticamente todo en John Carter oscila entre el tedio y lo ofensivo y lo que podría haber sido una divertida película de aventuras se convierte casi en un refrito de Avatar, El príncipe de Persia y las crónicas de Ridick (que, sí, todas son posteriores a la novela original de Rice Burroughts, pero aquí hablamos de la película).

Apollo 18
La idea del metraje encontrado sigue dando películas. Personalmente, tengo un gran aprecio por Rec y Monstruoso por la forma en que utilizan el estilo de narración para dar un toque diferente a la película, pero siempre con una perspectiva funcional. Y lo que se me atraganta con Apollo 18 es precisamente esa falta de funcionalidad. Reconoceré a la película que consigue coger un argumento manido y crear algunos momentos logrados (si bien es cierto que serán 10 minutos en los 80 que dura la película) y que recrea muy bien el estilo de las cámaras de la época. Ahí termina todo lo bueno que puedo decir de la película de Gonzalo López-Gallego.
Las veinte mil cámaras situadas en diferentes puntos de módulos lunares y trajes de astronautas y los degradados y resplandores varios, no me cabe duda, son iguales a los que se encontrarían en cintas de video espaciales en la década de los 60. Ahora, Apollo 18 descuida totalmente la historia que está narrando, no busca en ningún momento narrar una historia, sino presumir de medios, lo que sirve para 5 minutos, pero no más. La película no tiene ninguna funcionalidad y por momentos parece que la historia de grabación encontrada es una excusa para poder filmar con peor calidad de video y que se noten menos los fallos del decorado.
Sí, hay dos o tres momentos bastante logrados e incluso alguna idea genial, pero rodeados de 70 minutos de irrelevancia, pretenciosidad y, básicamente, onanismo.

Lobos de Arga
La nueva película del director de la divertidísima Dos tipos duros y la mediocre Un buen hombre es todo un homenaje a películas de terror clásicas y no tan clásicas. Una comedia de terror con un reparto más que correcto y un guión divertido, lleno de referencias y muy entretenido. Pero aunque la película se ve con bastante simpatía, lo cierto es que no consigue despegar ni llegar a ser lo que podría haber sido. No solo porque el guión parezca necesitar algunas revisiones (los elementos dramáticos finales parecen fuera de lugar y algunos personajes son forzados o idefinidos), sino porque la dirección no tiene toda la garra que debería para sacar adelante las escenas más espectaculares (que, no obstante, cuenta con buenas ideas) y, entre otras cosas, la música omnipresente y el sonido poco profesional lastran bastante el visionado. Con todo, divertida.

Phenomena
El retorno del Phenomena a Madrid aprovechando el Syfy es siempre bienvenido. La oportunidad de volver a ver Ultimatum a la tierra y El planeta de los simios en una sala repleta de gente que comparte el mismo amor por las cintas, que ríe, aplaude (a veces, demasiado y cuando no debe, las cosas como son) y se sorprende al mismo tiempo, es, como todos los Phenomenas, una auténtica experiencia.


viernes, 30 de septiembre de 2011

House of Cards

(1990, 1993, 1995)




La BBC tiene una fama, y bien merecida, en el ámbito de las series y programas de ficción y se ha convertido en una garantía de calidad en muchos casos. Lo atestiguan magníficas series actuales como Docttor Who, Sherlock o The Hour o clásicos shows de humor como Flying Circus y el siempre reivindicable programa radiofónico The Goon Show (con Peter Sellers y Spike Milligan).
Ni tan reciente como las primeras ni tan antigua como las segundas, encontramos House of cards, una miniserie de los años 90 protagonizada por Ian Richardson que narraba los tejemanejes políticos de Francis Urquhart, una especie de Maquiavelo moderno con grandes aspiraciones.


La primera entrega, House of Cards, nos muestra, como muchas de las grandes obras literarias y cinematográficas de la historia, la transición de Urquhart, y lo hace hablando directamente al espectador y haciéndole partícipe de sus brillantes planes. Manipulación, mentira, corrupción… No hay nada con lo que no se atreva, pero lo hace siempre con un estilo grandioso y una presencia memorable.
El guión de Andrew Davies queda en manos del director Paul Seed. Y el trabajo de ambos es brillante. Sin haber leído la novela original de Michael Dobbs, por supuesto, hay algunas cosas sobre las que no puedo opinar. Pero a diferencia de la miniserie de El topo, producida por la BBC por esos años y con Alec Guiness en el papel principal (y que daba la impresión de ser una plúmbea adaptación literal de los libros); House of cards tiene entidad como serie. Davies y Seed cambiaron la obra original para que Urquhart pudiera romper la llamada cuarta barrera (hablando a cámara), modificando y enriqueciendo relaciones y cambiando el final. No cabe duda de que si House of cards funciona es gracias tanto al material de partida como a la forma de tratarlo.
Con unos actores correctísimos (liderados por el poderoso Richardson) y una factura técnica impecable, House of Cards es una serie intrigante y sorprendente, un relato de corrupción política a todos los niveles financiada, a todo esto, por una cadena pública.


El éxito de la serie impulsó a la BBC a seguir la historia con To play the King. La escena final de la novela original hacía muy difícil una continuación de las aventuras de Francis Urquhart. Cosas de la vida, este final fue cambiado en la miniserie, abriendo así una puerta a una secuela.
Curiosamente, Michael Dobbs, el autor de la novela original, pareció seguir esta idea y decidió, auspiciado por el éxito, escribir la secuela en libro, para que posteriormente fuera adaptada por Davies y Seed.
Y aunque To play the King es sin duda una buena serie, hay ciertos fallos que la distancian de su predecesora. La serie se centra esta vez en las relaciones entre los políticos y la realeza, y en ese ámbito presenta algunos puntos verdaderamente interesantes, que podrían llevar la historia a un nuevo nivel.
Por desgracia, esta secuela se ve perjudicada por una atmosfera general de autoconsciencia. Nacida del éxito de la primera, más que de una verdadera necesidad de contar una historia, To play the King conoce su éxito y prolonga y sobreexplota los puntos fuertes de la primera parte, pero no lo hace naturalmente, sino dando la impresión de estar llevada por un fanático de la primera. El uso de ciertos elementos, la reutilización de tópicos establecidos anteriormente, la evolución de la historia por caminos trillados en el thriller político (algo bastante ausente en la primera parte) y, en general, la simplificación de personajes y situaciones, impiden que esta secuela esté al nivel de la original. Pero los puntos interesantes, que los hay, hacen una serie entretenida e interesante.


Nuevamente, con el éxito de las anteriores entregas y la moda extendida de hacer trilogías, Francis Urquhart volvió, con una nueva novela de Dobbs, un nuevo guión de Davies y, esta vez, un nuevo director, Mike Vardy. The Final Cut.
Lo que destaca ya desde los primeros minutos de esta tercera y última entrega es la hiperbolización de los males endémicos de la segunda parte. La sensación de estar viendo un fanfiction más que una continuación real aumenta, igual que lo hace la presencia de tópicos del género en la trama y los personajes, hasta el punto de parecer una traición a la obra original. Las conspiraciones por el poder de la primera parte y el papel político de la realeza planteado en la segunda, dejan paso en esta tercera parte a una obvia y muy vista historia de venganzas que concluye con un último episodio que simplifica al absurdo y al ridículo todo lo que significa Housa of cards. The Final Cut puede ser una historia entretenida vista por sí misma, pero sin duda es una degeneración obvia en comparación con sus antecesoras, con personajes que evolucionan de forma casi antinatural y un plantel de secundarios que carecen del carisma de sus predecesores.
Como con tantas otras obras que permanecen con holgada dignidad en sus dos primeras entregas y se hunden en la tercera, The Final Cut pretende poner un final obvio y manido a una historia que destacaba por ser algo diferente.

Con todo, aunque solo sea por su primera parte y los apuntes políticos de la segunda, House ofcards es una serie sobria, elegante y sumamente interesante.

martes, 20 de septiembre de 2011

No habrá paz para los malvados

(2011)




Existe una tradición de cine negro en España indudablemente idiosincrásico. A diferencia del género de terror de los últimos años, que en muchos casos no es sino una copia del cine que nos llega de fuera, el primero consigue destacar con películas tan interesantes como El crack de José Luís Garci o Todo por la pasta de Enrique Urbizu, director de No habrá paz para los malvados, que también puede inscribirse en esta corriente.

Lo que más llama la atención de la película es, incuestionablemente, el personaje principal, Santos Trinidad, y el actor que lo interpreta, siempre correcto y a veces inmenso José Coronado. Son ambos, personaje y actor, los que brillan en No habrá paz para los malvados y eso queda clarísimo en los primeros 15 minutos, que nos presenta a este individuo en medio de la noche madrileña. Un inicio con pulso, intrigante y que podría presagiar una película brillante.

Y hay brillantez en la obra de Urbizu, pero no suficiente como para hacer que el conjunto funcione y nos haga olvidar sus fallos, que están, en gran parte, en todos los planos en que falta el actor principal, que son bastantes más de los que cabría desear.
Urbizu y su coguionista Michel Gaztambide están empeñados en convertir lo que debería ser una película de protagonista absoluto en una película coral. El personaje de Santos Trinidad es algo convencional y presenta poca novedad, pero es indudablemente efectivo, más aun en manos de Coronado, quien podría cargar perfectamente con un thriller de tiros y drogas. La historia de su investigación presenta la gran mayoría, si no todos, los aciertos de Urbizu como director y guionista: los mencionados 15 primeros minutos o la escena en el vertedero con la ciudad al fondo (esta segunda, con magnífica fotografía de Unax Mendia)…

Santos Trinidad es un estereotipo que funciona, que no demanda mucho de Urbizu y Gaztambide como guionistas. En el momento en que ambos deciden crear una segunda trama con la investigación judicial, entra en escena una historia redundante, que no lleva realmente a ningún sitio y que ocupa la mitad (o más) de la cinta, poblada encima con un plantel de actores a cada cual más forzado, bien sea por ellos mismos o por la incapacidad de Urbizu para dirigirlos.
La historia de Santos Trinidad, por intensa que pueda ser en algunos momentos, cae víctima de la monotonía que suscita esta subtrama y sus personajes, que terminan arrastrando No habrá paz para los malvados a un final ridículo (no muy alejado del último acto de Frenético de Roman Polansky).

Enrique Urbizu nos da una película clarísimamente divisible en dos partes, una enormemente interesante y una innecesariamente monótona, y aunque la primera salva la película del olvido inmediato y el horror, la segunda lastra la cinta y la impide ser tan grandiosa como podría haber sido.





jueves, 15 de septiembre de 2011

El cine y las subvenciones: El arte y el negocio

Uno de los temas polémicos que siempre ha suscitado el cine español es el de las subvenciones, tema que ahora reaviva con gracias al director Tinieblas González, que dio a conocer públicamente lo que ha pasado con su película, Alma sin dueño.
No es una novedad, pero sí debería ser un escándalo, que cada año se producen en el cine español decenas, si no cientos, de películas que jamás son estrenadas. Sirva como ejemplo The Birthday, que salió directamente en DVD 4 años después de terminarse, o Extraterrestre, que fue comprada en Francia antes que en España.
Uno de los principales problemas del cine español es la distribución.

Como el propio Tinieblas González dio a entender a los medios, la raíz está en que las productoras recaudan los beneficios con las subvenciones públicas, haciendo irrelevante que se estrene o no la película.
Se nos plantea la pregunta, ¿por qué es necesaria una subvención? ¿Por qué pagamos todos por películas que no podemos ver en cines o que tenemos que pagar para ver, o que no nos gustan?
El ex director del ICAA, Fernando Lara, publica en la revista Fotogramas de septiembre un artículo donde explica que las subvenciones se basan en “la excepción cultural, que intenta preservar esos bienes de aquellos que poseen un simple valor comercial”. Es decir, el cine como arte, o el cine como negocio.

Existe una cierta reticencia general a tratar al cine como arte y se le mira, simplemente, como negocio. Quizás porque es mucho más joven que la pintura, la escultura, la escritura, la música…aunque, curiosamente, los englobe a todos.
Pero si no dudamos de que Beethoven y Van Gogh son arte, no deberíamos dudar de que también lo son Hitchcock y Spielberg. Si unos son mejores que otros, es otro tema distinto.

Por otro lado, también los hay que no quieren tratar al cine como negocio, sino como arte.
La cuestión es que Van Gogh y Beethoven llevan ya muchos años muertos, pero Spielberg está muy vivo, y cada nueva película que hace implica una dedicación completa de cientos de personas y recursos, con el consiguiente dinero invertido que debe recuperarse. Es decir, el cine es arte Y negocio, son inseparables.
Charlton Heston lo resumió con la muy conocida frase “el problema de las películas comerciales es que el cine es un arte, y el problema de las películas artísticas es que el cine es un negocio”, una parte no puede vivir sin la otra, por definición.
El brillantísimo cineasta Paul Thomas Anderson, por su parte, dijo “Veo las películas de Spielberg y son cuentos de hadas, y yo hago una película sobre cáncer y ranas. Aun así, quiero tener el mismo número de espectadores. Ese es un mi objetivo y he fallado si no lo he conseguido”. No era el único. Cineastas de reconocida calidad, artistas personales como eran Stanley Kubrick y Alfred Hitchcock (por citar dos) tenían siempre un ojo puesto en la taquilla.

El arte es una expresión personal de una o varias personas hecha para disfrute de otras; el objetivo de todo cineasta debería ser expresarse y buscar que su expresión y sus sentimientos lleguen al máximo de personas posibles.
Pensar que el cine no es un negocio, que la película de uno es demasiado buena para ser disfrutada por espectadores mundanos, que la expresión personal no tiene por qué ser compartida por otras personas… No es arte. Es, simple y llanamente, masturbación.

El cine no tiene barreras, no más que las que nosotros le imponemos. Presuponemos que una película de género es inferior a un drama, presuponemos que el gran público solo quiere ver películas malas… Y nos encerramos en esa burbuja de dramas mil veces vistos, alabados alrededor de todo el mundo, que fracasan en taquilla porque “los espectadores no saben lo que quieren”. Y como no saben lo que quieren, debemos encontrar subvenciones, para que este nuestro “arte” siga vivo y pueda seguir siendo ignorado por todas las personas a las que, supuestamente, debería apelar.

Hasta que desaparezcan las subvenciones desmesuradas, hasta que haya un control real de producción y distribución de películas, hasta que la industria salga de su endogamia y su autocomplacencia, hasta que los directores acepten que tienen que hacer negocio… Hasta que ese día llegue, el cine español seguirá teniendo un gran problema.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Domingo sangriento

(Bloody Sunday, 2002)


En muchos casos, la mayor crítica que se puede hacer es el simple retrato.
Mucha gente necesita distanciarse y ser arrastrado por la corriente para aceptarlo, sin caer en la cuenta que las acciones de hace cientos de años que condenamos, son las mismas en las que incurrimos nosotros ahora mismo.
Pequeña digresión para hablar de Domingo sangriento, posiblemente la mejor película de Paul Greengraas, que narra la masacre del ejército a un grupo de ciudadanos irlandeses en 1972.

Greengraas es posiblemente más conocido por sus incursiones en el cine blockbustero, como las entretenidas dos últimas partes de la saga Bourne o la infame Green Zone, pero es en contadas ocasiones cuando se decanta por proyectos más personales. A día de hoy, de sus proyectos cinematográficos, solo dos han sido escritos por él mismo; sus dos mejores trabajos. United 93 y esta Domingo sangriento.

Ambas películas tienen un estilo documental y ambas son dramatizaciones de sucesos reales, con un poderío dramático increíble y, en el caso de la película que nos ocupa, toda clase de lecturas y críticas.
Porque la dramatización es clara y en ocasiones resulta algo torpe, pero es un simple adorno al verdadero poder de la película, que son los mismos hechos.

Los personajes de Domingo sangriento, sus historias personales, nos importan e interesan a un nivel emocional, al mismo nivel al que nos importan los personajes de cualquier ficción actual.
Los sucesos reales, los hechos contrastados, componen una fotografía de una situación ridículamente violenta que plantea toda clase de cuestiones sobre el poder y la democracia, inherentes no a la película, sino a la situación misma.

Como el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, el mero retrato de acciones pasadas es un vistazo a su naturaleza, un retrato de lo que pasa actualmente y una profecía de lo que seguirá pasando; un perfecto retrato de un mundo en conflicto que necesita cientos de años o kilómetros de distancia para reconocer en otros sus propios errores.

domingo, 28 de agosto de 2011

Super 8

(2011)





A lo largo de estos últimos años, la nostalgia ochentera ha ido haciéndose un hueco en el mundo del cine, películas que nos retrotraen a clásicos del cine blockbuster de una época pasada.
El mayor problema es que un homenaje fílmico a otra obra cinematográfica es casi por definición inferior al material referenciado. Salvo un talento desmesurado del tipo tras la cámara (Tarantino con un buen día, por ejemplo), la mayoría de estas películas (ya tomen como referencia los 80, los 70 o, dios no lo quiera, los 90), se quedan en una simple anecdotilla que a lo máximo que aspira es a despertarnos la simpatía nostálgica, como sucede con Paul.
Por supuesto, hay honrosas excepciones, sirvan la infravalorada Monster House o Donnie Darko como ejemplo.

Super 8 se ambienta a finales de los años 70 y narra la historia de un grupo de niños que quiere hacer una película y termina encontrándose con una amenaza extraterrestre.
Así pues, tenemos el mal referencial de los 80, el mal metareferencial de cine dentro de cine y el mal tras la cámara que es J.J. Abrams,

J.J., bien sea por suerte, bien por talento, ha sabido venderse y posicionarse en el punto de vista del público. Atrás ha dejado los días en que escribía Felicity, Nunca juegues con extraños o Armaggedon, para ser el tipo de Perdidos (de la que, por cierto, se desvinculó al poco tiempo) y la nueva esperanza de la humanidad.
Pero, personalmente, a día de hoy sigo pendiente de ver algo en su trabajo que me llame la atención. Ciertamente no es lo que podríamos decir un mal director, no atenta contra nuestra dignidad como personas (lo que podría decirse de algún otro que anda suelto por la meca del cine), pero en él todo es monotonía y amateurismo y Super 8 es un nuevo ejemplo en esta línea, salvado levemente por esa nostalgia ochentera.

Un pueblo pequeño, un grupo de niños, una cámara de super 8, alienígenas… la película es una mezcla entre Tiburón, Los Goonies, Gremlins, Encuentros en la tercera fase… Y prácticamente ahí están todas sus virtudes, en ese copia-pega de productos de indudable calidad que hacen media película.
De la otra media, ya se encarga J.J., con su guión y su dirección. Por partes:

Como guionista, a lo largo de su carrera parece haber confundido personalidad con esa manía de teenegizar todo lo que toca, Misión Imposible 3 y Star Trek inclusive. En Super 8 sigue la pauta, aunque esta vez con niños. Poco importa; asentándose sobre los tópicos de los 80, vuelve a darnos las mismas relaciones personales y conflictos de manual, que no despiertan ni odio ni admiración, sino simple monotonía.
Por si esto fuera poco, estos estereotipos andantes pululan por un mundo hiperbolizado al más puro estilo del cine de acción de los últimos años: en Super 8, los trenes no solo descarrilan; descarrilan, se llevan por delante cientos de materiales frágiles, explotan y saltan por los aires.

Como director, deja atrás el estilo televisivo e impersonal de MI3 para continuar, desgraciadamente, con la tónica visual establecida por Star Trek.
El mayor problema de J.J. es que, como la mayor parte de directores actuales, no sabe muy bien qué hacer con la cámara, más allá de dejar los planos y el montaje en modo automático y confiar en su director de fotografía y su músico (que, por cierto, hacen un gran trabajo).
En Star Trek, pareció dar con una solución doble a este problema: llegaron los lens flares (destellos que producen las luces artificiales) y los movimientos espectaculares. Ninguno de los dos es malo por sí mismo. El problema viene cuando uno no sabe usarlo. Y J.J. no sabe qué demontres hacer con ellos. Confía ciegamente en ambos y los usa sin ningún sentido narrativo hasta la completa extenuación, como quién repite un mal chiste con la esperanza de que a la vigésima vez sea hilarante.

El resultado final no es una mala película, no es una película insoportable, sino, simplemente, una mediocridad que se ve y se olvida sin dejar ningún rastro en la memoria más que algún detalle concreto. No divierte ni entretiene, simplemente… pasan cosas.