viernes, 4 de diciembre de 2009

Inglourious Basterds

(2009)







Recuerden que, como ya comenté en su día, Inglourious Basterds no es Malditos bastardos.


Entre la estupenda Jackie Brown (1997) y las sobrevaloradas Kill Bill: Vol. 1 (2003) y Kill Bill: Vol. 2 (2004) pasaron seis años en los que la filmografía de Quentin Tarantino dio un curioso giro de 360 grados, cambiando su forma pero dejando su fondo invariable.
A diferencia de Pulp Fiction (1994) o Reservoir Dogs (1992), esta nueva etapa evidencia las referencias de su director y las lleva al propio estilo de la película, tomando de esos filmes admirados no sólo elementos concretos (como era el caso de sus primeras películas) sino su mismo estilo y género.
Así, en Kill Bill vemos un filme en el que su a unos diálogos chispeantes o absurdos, depende de cómo quieran verlos, se añadían ahora otros elementos, tales como masacres varias y luchas de kung fu, en todo un guiño al cine oriental y al western italiano.


Con Death Proof (2007), componente de Grindhouse estrenado por separado, el director homenajeó a otro género diferente, más en la tónica de las películas de bajo presupuesto de asesinos en serie.
El tema es que, quizás con un aumento desproporcionado de su ego, el bueno de Quentin fue incapaz de dejar su soberbia al mínimo y no la supeditó a la historia, caso de sus anteriores trabajos, sino que la sacó a plena vista, con diálogos que al abajo firmante se le antojaban tontos y cansinos, para que todos admiráramos su conocimiento descontrolado.


Pero lo bueno de los gustos variopintos de Tarantino es que no le enmarcan especialmente en un estilo delimitado (como si le pasa a Tim Burton) y hace en Inglourious Bastards un producto que sabe adaptarse a los requerimientos de su condición (cine bélico) pero sin perder ni un ápice de su estilo y su personalidad. Y es que, como sucede con Woody Allen, una obra de Quentin Tarantino se reconoce ya desde los títulos de crédito.


Tomando como referencia no los dramas históricos sino las películas bélicas con un tono más desenfadado, como Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967); Inglourious Basterds cuenta, no nos vamos a complicar, el alzamiento de unos pobres bastardos contra el régimen nazi.
Así, como en casi todas sus obras anteriores, la película de Tarantino es una historia coral cuyo título no hace referencia al escuadrón de “basterdos”, sino a todos sus personajes. Personas de mala suerte que, ahora más que en ningún otra película de Tarantino, no encuentran gloria alguna ni en muerte.
No hay largos tiroteos, sino violentos y breves momentos en los que la muerte sacude a los presentes, no importa lo encariñados que estemos con ellos, sin dejar títere con cabeza.


El autor, partiendo de las bases que le delimita su propia propuesta, realiza una obra de ficción en el sentido más brutal del término, por donde hace pulular a esta gama de personajes de lo más variopintos, encarnados con grandísimo acierto por todo el reparto. Un Brad Pitt pasadísimo de rosca e ideal en su breve papel, una Mélanie Laurent perfecta, un Michael Fassbender que demuestra que es más que músculos y, por supuesto, Christoph Waltz, el verdadero descubrimiento de la cinta.
Entre ellos se distribuye la tensión (los basterdos), el drama (Shosanna) y humor (Landa con los tres italianos), antes de la reunión en unos cuarenta minutos finales simplemente soberbios (hasta su magnífica última escena).


Como en Pulp Fiction o Kill Bill, Tarantino hace descansar la fuerza de su historia sobre unos diálogos casi intrascendentes que utiliza para construir la tensión, con resultado más o menos satisfactorio (la escena inicial o la de la taberna), y en los que, sorprendentemente, introduce unas buenas referencias cinéfilas, que, salvo detalles cansinos (la conversación a las afueras del cine), consiguen encajar en el conjunto.


Y, por supuesto, el campo audiovisual es un elemento a considerar, como ha sido desde Reservoir Dogs.
Con temas musicales de otras obras como banda sonora (a veces algo desconcertante pero en general perfecta) y un gran uso del sonido, Tarantino acompaña unas imágenes verdaderamente poderosas, no sólo por una cuidadísima fotografía de Robert Richardson, sino por su propia capacidad para planificar las tomas y dar a la película un sentido visual cada día más ausente del cine.


Así, Inglourious Basterds supone un amalgama de géneros y estilos realizado con maestría y que, aunque no logra llegar a la perfección (al final, la película termina siendo algo intrascendente), si se erige como la mejor película del año.

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