lunes, 22 de junio de 2009

La vida privada de Sherlock Holmes (II)

Anteriormente: Parte I: Introducción/Preproducción


UN RODAJE COMPLICADO

La vida privada de Sherlock Holmes era la obra más ambiciosa de Billy Wilder. Un presupuesto de 10 millones, el mayor de toda su carrera, para rodar un guión de 260 páginas ambientado en la Inglaterra victoriana y que el propio Wilder definió como una “sinfonía en cuatro movimientos”.


El 5 de Mayo de 1969, una década después de idear la película, comenzó el rodaje, entre los célebres Pinewood Studios y las Higlands escocesas (en concreto, Inverness).
La vida privada fue la primera y única colaboración de Wilder con el director de fotografía, Christopher Challis, que se enfrentaba, entre otras cosas, a un decorado de 140 metros de Baker Street diseñado por Alexander Trauner. Y es que si bien Wilder se planteó rodar en la calle original, su cambio desde la época victoriana hacía que fuera complicado y no demasiado provechoso. Esta recreación incluía fachadas enormemente detalladas, una perspectiva forzada para parecer mayor y varias tuberías para crear efecto de lluvia. Pero la contribución del diseñador no se paró ahí, pues también implicó la realización de ciertas partes del espectacular Club Diógenes, así como, por supuesto, los interiores del 221B de Baker Street. La meticulosidad de Trauner era tal que, en palabras de Challis, “construía casas, no decorados”.


Pero la sinfonía de Wilder no sólo requería la construcción de los lugares más emblemáticos del universo creado por Conan Doyle, sino también la de todos los nuevos elementos que el director introdujo en la ecuación. Así, la perfección técnica llevó al equipo a montar ni más ni menos que un barco, para un segmento enormemente caro. Éste aparecía en apenas un par de planos, pero sus interiores eran el contexto de toda esta aventura. Su gran tamaño hizo absolutamente imposible rodar esos planos en un tanque, por lo que se realizaron en la costa inglesa, con el incremento de coste que ello supuso. Un trabajo, un esfuerzo y un gasto enormes, especialmente teniendo en cuenta que dicho capítulo sería posteriormente eliminado de la película final.


Pero, sin duda, sería en Escocia donde estarían las mayores complicación del rodaje, incluyendo lo costoso de trasladar a todo el equipo al mismísimo Lago Ness y construir un pequeño submarino con forma de monstruo. Challis se vio incapaz de iluminar ciertas escenas nocturnas (como las que acontecen en el campamento de Mycroft) debido a lo vasto del paisaje, que salía totalmente negro en la imagen. La perdida más grande se dio cuando el muñeco submarino de Wally Veevers se hundió en las profundidades del Lago Ness. El rodaje se trasladó entonces a Pinewood para rodar esas escenas con fondos.


Así, los contratiempos se unieron al perfeccionismo maniático de Wilder y hicieron aumentar el tiempo de rodaje y el presupuesto. Las 19 semanas inicialmente previstas se convirtieron en 29.
El control que Wilder ejercía sobre absolutamente todos los elementos era enfermizo. Su absoluto conocimiento del guión y su determinante convencimiento de qué quería hacer le permitieron rodar la película prácticamente montada para, al estilo de Alfred Hitchcock, evitar problemas y tiempo en el montaje. En palabras de Ernest Walter (montador), sólo había que “quitar las claquetas y enganchar todo lo demás”.


Parte de este control absoluto era la prohibición de cualquier atisbo de improvisación. Wilder y Diamond habían estado una década perfeccionando aquella historia y estaban emperrados en que se rodara absolutamente tal y como estaba escrita. Así, Diamond tenía la curiosa potestad de parar el rodaje de una escena si así lo creía conveniente, algo que hizo varias veces, pues, como recordaba Walter, “estas son las palabras correctas y deben recitarse como en el guión”.
Diversas personas y periodistas serían testigos de este entorno milimétricamente controlado. Wilder era capaz de medir la cantidad de liquido en un vaso para que fuera exactamente como la deseaba, así como de sustituir toda la hierba de un decorado minutos antes del rodaje para que fuera del verde que había pensado. Esta actitud le llevaba incluso a sustituir lo verdadero por lo falso, llegando a rechazar las lágrimas auténticas de la actriz Geneviève Page. “¡Maquillaje! ¡Lagrimas de glicerina! ¡Grandes y hermosas lagrimas falsas de Hollywood! De las que no se ven en las películas de Godard, salvo en la cara del que las financia”.


Pero su exigencia no era sólo para los aspectos técnicos, sino muy especialmente para los actores. En cierto momento, Wilder indicó a Blakely que se moviera como Rudolf Nureyev, bailarín clásico, y actuara como Charles Laughton. Cuando la escena terminó, Wilder se acercó a Blakely. “¿Por qué has actuado como Nureyev y te has movido como Laughton?”
Realizaba un control tan absoluto de las actuaciones que le llevaba a pasar horas con frases irrelevantes. “Todo se exprimía hasta tal punto que te entraban ganas de salir corriendo a gritar fuera del plató, que era, más o menos, lo que yo hacía”, dijo el propio Sherlock Holmes, Robert Stephens.
Precisamente, éste fue el que peor llevaba esta presión. Debido a exigencias, había perdido mucho peso, se encontraba muy débil y su mujer, la actriz Maggie Smith, se había ido temporalmente de Londres para representar una obra de teatro. Decaído, presionado y sin apoyo, el rodaje era como pasar “por una picadora de carne todos los días”; días con sesiones de rodaje que, más de una vez, llegaron a las 12 horas.
Exasperado por las exigencias de Wilder e incomodo por la intensidad del rodaje, Stephens estaba al limite. En la vuelta a Londres, después de haber rodado las escenas de Inverness, se encerró en su habitación y tomó un puñado de píldoras para dormir junto a una botella de whisky.


Laurence Olivier, mentor de Stephens, consiguió retener la historia y evitar la polémica, mientras Wilder se culpaba. “Billy estaba muy preocupado”, dijo posteriormente el actor, “dijo que todo era culpa suya. Pero no lo era. Se trató de una acumulación de acontecimientos”. Cuando Stephens se reincorporó al trabajo, Wilder, que le “adoraba” y le consideraba un “actor verdaderamente culto y profesional”, le prometió que el ritmo a partir de ese momento no sería tan intenso. Por supuesto, todo siguió como hasta el momento.

Un buen día, durante el rodaje en un cementerio, Wilder se quedó mirando las tumbas y dijo algo para sí mismo.
“Esta gente murió muy vieja. Es imposible que tuvieran algo que ver con la industria del cine”.


LA POSTPRODUCCIÓN

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