viernes, 31 de julio de 2009

Clave Omega

(The Osterman weekend, 1983)


Artículo anterior: Convoy



La despedida de Peckinpah del mundo del cine estaría desafortunadamente lejos de ser la que se merecía.


Una agencia gubernamental investiga a Osterman, un ejecutivo con sospechosas conexiones.


Ya desde su llegada, Peckinpah dejó claro su disgusto por el guión de la película, pero los productores, ajenos a dónde se metían, querían contar con un director de renombre. Cuando éste les entregó la película que había filmado, ellos la remontarían a su gusto, siendo esta la versión que ha llegado a nuestros días.


Como sucedía con Los aristócratas del crimen, Clave Omega es una película victima de su tiempo, en la peor acepción posible de la palabra: una película de espías al uso.
Si bien la historia gira en torno a la amistad y la traición, estos elementos se alejan del habitual estilo de Peckinpah, que posiblemente no estuviera muy por la labor de hacer de Clave Omega algo demasiado personal, y se inscriben en los tópicos del cine de espías, como toda su trama, confusa y gratuitamente enredada; adecentada con toques del peor y más descuidado cine de los años ochenta.


Peckinpah colaboró una vez más con el director de fotografía John Coquillon, un viejo conocido; pero está en general rodeado de caras nuevas.
El reparto, en el que vemos a Burt Lancaster, John Hurt, Craig T. Nelson, Dennis Hopper y Rutger Hauer (deseosos de trabajar con una leyenda cómo él), está muy lejos de sus potencialidades y termina relegado a personajes sin demasiada gracia, siendo el protagonista y su última escena el momento más interesante de la película.
En la banda sonora, el también de moda Lalo Schifrin compone una música que, alejada del genial estilo con el que dotó a la serie Misión: Imposible (Mission: Impossible, 1966-1973), da una partitura carente de estilo.


Clave Omega es una película que puede intentar disfrutarse como un divertimento sin demasiada elaboración, pero que resulta triste si es tomada como testamento cinematográfico de una leyenda que dejó películas imborrables. Peckinpah cuenta con un equipo que no está a la altura y a él mismo se le nota una cierta apatía por estar rodando algo con lo que no comulga, como se ve en las escenas de acción, que aunque siguen parte de sus principios, carecen de la garra de las de, por ejemplo, Alfredo García.
Por si esto fuera poco, el resultado final fue remontado por los productores, quienes no querían a Peckinpah por su talento como cineasta, asumiendo que hubieran visto alguna película suya.


El resultado final es un simple entretenimiento, no peor que cualquiera que podemos ver hoy día, aunque terriblemente confuso en su montaje, simple en su guión y enervante si pensamos en quién es el director.




Aunque con la cruz de ser censurado y zarandeado por productores que querían convertirle en un obediente subordinado, Sam Peckinpah es un director que, si bien carece de la fama de otros grandes artistas, en su irregularidad supo darnos películas memorables y descubrirnos todo su fascinante universo personal, con sus obsesiones sobre el mundo y sus ideas sobre dirección, que a día de hoy permanecen perfectamente vigentes y dejan en ridículo a un gran número de directores.


jueves, 30 de julio de 2009

Convoy



Basada en una famosa canción, la penúltima película de Sam Peckinpah habla sobre un convoy de camioneros que desafían la ley y habría de ser la películas más exitosa de su director.
Como ya hizo en Cable Hogue y El rey del rodeo, el director se aparta aquí en parte de su estilo particular, pero sólo en apariencia. Cambiando a los vaqueros por camioneros y la violencia por la aventura, Convoy termina siendo un Peckinpah desganado que, si bien incluye gran parte de los elementos peculiares de su filmografía, parte ya de un guión poco elaborado que el propio director desaprobaba.


La historia nos presenta a unos antihéroes enfrentados a la justicia, liderados por Rubber Duck (pato de goma), el último de su especie, enemigo del sheriff Wallace. Ambos son raros especímenes y, en cuanto que son únicos, también mantienen una relación que va más allá de ser simples nemesis.
Como sucede en otras obras de su director, es al mostrar la relación entre estos dos personajes cuando la película merece la pena. El problema es que el guión los hunde en convencionalismos y apenas sí nos deja dos o tres detalles en el personaje del sheriff, especialmente en la escena de la celda y en su último plano, que nos hacen ver que es algo más y que, con un poco de desarrollo, podría ser digno de entrar en la galería de personajes similares del universo del director.


Casi como buscando un ancla que le permitiera seguir siendo él mismo a la hora de enfrentarse a esta historia fallida, Peckinpah buscó un reparto de rostros que ya le eran conocidos. Convoy marca así su tercera colaboración con Kris Kristofferson (Rubber Duck) y la segunda con Ernest Borgnine (tras Grupo salvaje), Ali MacGraw (tras La huida) y Burt Young (tras Los aristócratas del crimen).
Por otro lado, sumergido en un estado de apatía en una vida rodeada de alcohol y drogas, el estado de Peckinpah era tal que James Coburn, un actor habitual en su cine, llegó a Convoy para ejercer labores de director.


Partiendo de una idea interesante, un grupo de camiones en la autopista camino de Méjico, la penúltima película de Sam Peckinpah deriva en una aventura sin gracia, con unos personajes ya muy vistos y sin el encanto de otros que el director trató en el pasado y un guión que termina resultando cansino y falso.
Así, acentuando la caída de su director, Convoy parece más un mal telefilme de sobremesa que copia los principios de su director como buenamente puede, y, como preámbulo a su despedida del mundo del cine con Clave Omega, Convoy es una despedida de su universo crepuscular.


Siguiente artículo: Clave Omega, la última película de una leyenda de Hollywood.

miércoles, 29 de julio de 2009

La cruz de hierro



Tras su mala experiencia con su anterior filme, Peckinpah se embarcó ahora en la que habría de ser última gran película.


La cruz de hierro es un drama antibélico que cuenta la historia de un batallón nazi en su lucha contra los rusos en la segunda guerra mundial. En este contexto, se contrapone la valentía de los soldados con la cobardía de su superior.


El tono crepuscular de Peckinpah, sobre el hombre que ha vivido una vida dura y se enfrenta a su desafío final, se adecua aquí a la perfección al drama de la guerra, cuya crudeza afecta a todos los soldados por igual, ya sean niños o viejos.
Peckinpah hace su única película bélica y, en contra de lo que podríamos esperar, huye de ser una adaptación de Grupo salvaje u otro film anterior a un contexto más moderno.


Con un presupuesto muy ajustado, el director se rodea de grandes talentos, tanto actores como técnicos, para llevar a cabo la filmación.
Su tercera colaboración con James Coburn y David Warner tiene también a los célebres Maximilian Schell y James Mason, el primero en un papel crucial como contraposición al personaje de Coburn.


La cruz de hierro es una producción pequeña, pero tan bien aprovechada que no pierde un ápice de su impacto.
Y no sólo por la intensidad de sus actuaciones (en especial, en todo su final) o por la espectacularidad de ciertos momentos, sino también por la dramática banda sonora de Ernest Gold y la atmosférica fotografía de John Coquillon, que, combinados con el característico montaje a que el director nos tiene acostumbrados, da una visión de la guerra diferente a la habitual.
El conflicto que presenta el director tiene lugar en espacio claustrofóbicos y es tan dramático (las muertes de los personajes) como terrorífico (la escena del tanque) y confuso (los enfrentamientos en las trincheras). Como él sabe hacer, Peckinpah sumerge al espectador en medio de toda la lucha y le hace participe de ella.


Pero La cruz de hierro va más allá de estas espectaculares escenas de batallas y nos presenta toda una elaborada subtrama antibélica que por momentos puede recordarnos, salvando las distancias, a la de la magnífica Senderos de Gloria (Paths of Glory, 1957) de Stanley Kubrick.
Como ésta, La cruz de hierro nos presenta a un soldado valiente que sacrifica las vidas de sus hombres por culpa de un superior que, debajo de su apariencia, no es más que un cobarde.
La película de Peckinpah retrata el horror de la guerra ya desde su inicio y, para enfatizarlo, sitúa la acción en el ejercito nazi, en lugar de quedarse con el heroico bando contrario. Los soldados sufren sean del bando que sean, mientras son observados por sus superiores, quienes les instan a que salgan a combatir, como se ve en la magnífica escena del hospital, con un Coburn obsesionado por sus compañeros caídos y rodeado de soldados mutilados por la guerra.


La película hace derivar el enfrentamiento entre sus dos protagonistas en una decisión dramática y que conducen al mejor momento de la película, en que, tras su enfrentamiento dialéctico, Coburn obliga a Schell a demostrar si es realmente digno de la cruz de hierro.


La única incursión de Peckinpah en el cine bélico resultó en una película antibélica enormemente interesante por la que hasta el propio Orson Welles mostró admiración.


Siguiente artículo: Convoy, Sam Peckinpah se rodea de viejos conocidos en una película marcada por su terrible salud

martes, 28 de julio de 2009

Los aristócratas del crimen



Tras el fracaso critico de Quiero la cabeza de Alfredo García, que tardaría años en ser reivindicada, Peckinpah se vio obligado a recurrir a un gran estudio para presentar una película comercial que le permitiera seguir en el negocio.
Pero a diferencia de lo que pasaría en La huida, carecería de poder sobre el guión, viéndose obligado a rodar una historia con la que no conjugaba.


Mike Locken, traicionado por su compañero George Hansen, deberá rehabiliarse para volver a ser el eficiente agente gubernamental que fue.


Los aristócratas del crimen trata el tema de la lealtad y la traición, muy presente en la filmografía de Peckinpah, pero prácticamente ahí acaban las similitudes. Como sucedía con La huida, el director se las ingenia con el montaje para dar su toque personal a las escenas de acción y se rodea de colaboradores de confianza.
El actor Bo Hopkins repite con él tras Grupo salvaje y La huida y el músico Jerry Fielding colabora con él por última vez, haciendo una soberbia labor, como era habitual en él.


Los aristócratas del crimen está lejos de ser una mala película pero ciertamente no está al nivel de otras de la obra de Peckinpah, ni en resultados ni en implicación personal.
Claramente concebida y producida a la sombra del Harry el sucio (Dirty Harry, 1971) de Don Siegel, el hombre que introdujo a Peckinpah en el mundo del cine, la película es un thriller al uso que se inscribe en todas las modas de las que puede echar malo: polis duros, expertos karatekas, agencias gubernamentales secretas...


Rodada con corrección y partiendo de un guión simple pero efectivo, la presencia de Peckinpah en la historia es prácticamente nula, siendo esta su única película ambientada en una gran ciudad y alejada del tono de sus otras producciones.
La ciudad, como no podía ser de otra manera, es el San Francisco en que Harry Callahan comenzó a ajusticiar malvados unos años antes; y el fotografo Phillip Lanthrop se encarga de que luzca exactamente igual que en la película de Siegel, dando un tono visual mucho más parecido a los thrillers de la época que a lo que nos tenía acostumbrados el bueno de Peckinpah.


Al final, Los aristocratas del crimen es una película correcta, con algún que otro acierto a nivel visual y que sigue las modas de la época.
No alcanza el nivel de películas anteriores de su director, incluso La huida (también de encargo), pero puede disfrutarse igualmente como un divertido espectáculo simplón algo tonto por momentos.


Siguiente artículo: La cruz de hierro, considerada por Orson Welles la mejor película antibélica

lunes, 27 de julio de 2009

Quiero la cabeza de Alfredo García

(Bring me the head of Alfredo Garcia, 1974)


Artículo anterior: Pat Garrett y Billy el niño



Considerada por muchos su mejor película, Quiero la cabeza de Alfredo García fue la única película en la que Peckinpah estuvo a gusto con el montaje final.


Cuando Bennie acepta el encargo de matar a Alfredo Garcia y cortar su cabeza, no sabe exactamente en qué se está metiendo a si mismo y a Elita, su amante y exnovia de García.


Alfredo García conforma junto a Grupo salvaje una especie de epitome de Sam Peckinpah. Y aunque ambas películas son distintas en apariencia, como tantas otras veces, vemos que tienen muchos elementos en común.
La mayor diferencia con el célebre western sería que Bennie no es un violento criminal, sino un don nadie, un canalla inocente que no sabe dónde se mete y se ve arrastrado por la corriente, que lleva la película a desencadenar, cómo no, en una dosis de violencia.
En este sentido, el protagonista tiene más del Dustin Hoffman de Perros de paja que de cualquier otro personaje de la filmografía de Peckinpah. Aun así, lo que le hace similar a otros, no tanto en sus acciones como en su estilo, es la propia identificación de Peckinpah con el personaje, como ya le pasó en otras películas, lo que lleva al director a dotar a Bennie de ciertas cualidades personales, empezando ya por el propio estilo del personaje, con sus inseparables gafas de sol. A esto se le añade que el propio actor, Warren Oates, se tomó este trabajo como un tributo a su director y, básicamente, le interpretó.


El crescendo hasta el estallido se da aquí también, como en otras películas de Peckinpah, pero este final es más elaborado que los enfrentamientos de Perros de paja y Grupo salvaje, en cuanto que la ira de Bennie no se limita a una sola escena, sino a todo el viaje de vuelta.
La película comienza como una road movie protagonizada por Bennie y Elita. Motivado por un objetivo obsceno, traer la cabeza de Alfredo Garcia, el recorrido no tarda en tornarse sórdido y dramático, en una escena en la que Kris Kristofferson, en un breve cameo, parece retrotraernos a Perros de paja. La acción sigue, ahora con un tono distinto y aumentando su tensión y dramatismo a medida que nos acercamos a la cabeza.


Tras haber llegado hasta su objetivo, Bennie es traicionado y es en esta escena, totalmente inesperada, en la que se da el giro que en las otras dos producciones venía marcado por el primer disparo, y lo que, en última instancia, hace de Alfredo García lo que es.
Peckinpah aprovecha toda esta segunda mitad para conferir a la película un tono turbadoramente enfermizo y malsano que implique al espectador con el drama emocional de Bennie y su bizarro viaje con la cabeza llena de moscas, culminando emocionalmente en la llegada a la casa, y violentamente en la última escena, donde, como ya ha hecho antes, Peckinpah no se anda con medias tintas y tira la casa por la ventana.


Alfredo Garcia es una película única en la carrera de su director, en tanto que éste opta abiertamente por un viaje al infierno, dejando al personaje allí y evitando epílogos innecesarios.
Y no sólo en lo que a violencia se refiere es una hija de su director, pues durante la primera mitad, Peckinpah nos presenta la relación entre Bennie y Elita con algunas reminiscencias de La huida y perros de paja. A la ya mencionada escena de la violación, cabe añadir el subtexto de los celos que Bennie parece tener constantemente por la antigua relación de ella con Alfredo García.


Peckinpah sitúa toda esta acción no en la frontera, sino directamente en Mexico, como se ve ya desde el título, huyendo de las grandes urbes y situando el delirante recorrido en pleno campo y pequeñas villas.


Para la cuarta y última colaboración de Peckinpah con el actor Warren Oates, el primero le permitió trascender su condición de secundario, para hacerse cargo de todo el peso de la película. Y encarnando a un personaje sencillo y apático, Oates cumple a la perfección con un papel que sería su tributo y regalo personal a su amigo director.
Secundándole encontramos a Emilio Fernandez, el malvado General Mapache de Grupo salvaje, que aquí colaboraba por tercera vez con Peckinpah, y al mencionado Kristofferson; además de otros secundarios habituales en su cine.


La música vuelve a correr a cargo del genial Jerry Fielding, en su penúltima colaboración con Peckinpah, con una composición a la altura de las que realizó para Grupo salvaje y Perros de paja.
Tras la salida de Lucien Ballard de su vida, Peckinpah había trabado buenas migas con el director de fotografía europeo John Coquillon. No obstante, como su estilo quizás no podría ser adecuado, y buscando un tono visual a juego con la acción y algo distinto a lo que nos tenía acostumbrados, contó para Alfredo Garcia con el fotógrafo mexicano Álex Phillips Jr., con quien ayuda a construir el ambiente caluroso y malsano que impregna toda la película y, como en Grupo salvaje, termina llegando al propio espectador.


Al final, Quiero la cabeza de Alfredo García termina siendo un viaje desesperado, violento y malsano, difícil de olvidar y brillantemente desarrollado y visualizado por Peckinpah.


Artúculo anterior: Los aristócratas del crimen, Peckinpah se queda sin apoyos y vuelve a los tiempos de Compañeros mortales

viernes, 24 de julio de 2009

Pat Garrett y Billy el niño

(Pat Garrett & Billy the kid, 1973)


Artículo anterior: La huida



Con Pat Garrett y Billy el niño, Sam Peckinpah entra en la etapa crepuscular de su propia vida que queda igualmente reflejada en sus películas. Cada día más perjudicado por el alcohol y, posteriormente, las drogas, sus películas terminarían contagiándose de su drama personal.


La amistad de Pat Garrett y Billy el niño se ve truncada cuando el primero se convierte en un hombre de ley y se ve obligado a cazar al segundo.


El director se enfrentó nuevamente a los productores, unos encontronazos a los que ya estaba habituado y que acarrearon aquí sus peores consecuencias desde Mayor Dundee.
Pat Garrett fue remontada por su productor, que modificó y simplificó la escena de apertura y quitó ni más ni menos que 20 minutos, dando una película confusa y peor que la original, que sería restaurada y reestrenada en los 80.


La película incluye prácticamente todos los elementos característicos que hicieron al cine de Peckinpah lo que es.
La amistad convertida en traición entre los dos protagonistas, que van más allá de maniqueos estereotipos y siguen guardando el respeto y parte de la amistad pasada, se ve hasta en su última escena. Con un tono por momentos más elaborado que el de Grupo salvaje, la relación entre estos dos hombres es el núcleo central de la película (como se deduce ya del título) y es en sus breves encuentros en los que ésta brilla realmente, dedicando el resto del tiempo a ese largo camino, ese constante crescendo, que debemos atravesar hasta ver el final. Es este un final sin la violencia que podíamos ver en Grupo salvaje, al construir cuidadosamente Peckinpah la relación entre los dos protagonistas y resultar absolutamente fuera de lugar cualquier artificio gratuito. La acción descansa en único disparo, el disparo fatal que destruye a ambos personajes, y que queda brillantemente rematado con el disparo de James Coburn a su reflejo en el espejo, un momento que quedó fuera de la película en su día.


El tono crepuscular, si bien muy marcado a lo largo de toda la película, y se puede ver en sus créditos iniciales, ni más ni menos que con la muerte de uno de los protagonistas; en la trama que hace referencia al personaje de Slim Pickens, escena a la que está dedicada la celebre canción Knockin on heaven's door... Y, por supuesto, está muy presente en la propia relación de los dos protagonistas. Pat Garrett debe ir contra su propia naturaleza y cambiar para cazar a Billy, que es prácticamente el último de su clase.
Todos estos personajes se sitúan en entornos de western, alejados de ciudades. Viven sus historias y caminan hacia su destino a través de pequeños pueblos de una sola calle o de grandes explanadas desérticas.
Por último, vemos el montaje característico de Peckinpah, que en esta ocasión añade un detalle verdaderamente original al contraponer la muerte de Garrett con su llegada al campamento de Billy.


A actores fetiche, en este caso Slim Pickens, R.G. Armstrong, L.Q. Jones y el propio James Coburn, debemos añadir el eficaz fotógrafo John Coquillon, que ya había trabajado con el director en Perros de paja y que sustituiría a partir de ahora a Lucien Ballard, que firmó con La huida su última colaboración con Peckinpah.
El músico Jerry Fielding, por contra, aunque ausente en esta película (cuya banda sonora recayó en Bob Dylan), seguiría colaborando con Peckinpah en películas posteriores.


El resultado final de Pat Garrett y Billy el niño es un western crepuscular que adopta una perspectiva más abiertamente dramática que la de Grupo salvaje y se basa únicamente, cosa inusual, en la relación entre los dos protagonistas, cuyos encuentros se dosifican cuidadosamente y constituyen los momentos culminantes de una cinta que, por otro lado, termina resultando excesivamente episódica y algo fallida, pero no por ello menos interesante.


Siguiente artículo: Quiero la cabeza de Alfredo García, Sam Peckinpah tiene libertad para filmar su película más personal.

jueves, 23 de julio de 2009

La huida



La segunda colaboración de Peckinpah con Steve McQueen sería una película mucho más ajustada a lo que la gente consideraba que debía ser el estilo del director, una historia sobre traiciones, desconfianzas y violencia.


Steve McQueen sale de la cárcel para reunirse con su novia, Ali MacGraw, junto a la que dará un último gran golpe.


Ya desde su premisa, La huida podría definirse como una versión comercial del cine característico de Peckinpah. Encontramos una trama sencilla, unos personajes algo estereotipados y una ausencia de ese tono crepuscular tan presente en otras obras.
La traición, por otro lado, es el núcleo en torno al que gira el filme y aunque esté presente en otras películas de Peckinpah, especialmente en Duelo en la alta sierra, aquí termina resultando algo simplificada, no por ello exenta de valor en tanto que da una trama secundaria que por momentos otorga a la película un macabro sentido del humor. Por otro lado, el tema de los celos, ya presente en Perros de paja, tiene un gran papel en La huida.
Por supuesto, aquí volvemos a encontrarnos con ese crescendo, también en Grupo salvaje o Perros de paja, que nos prepara lentamente para la escena final. La película nos plantea una historia y utiliza el atraco al banco para dividirla en tres partes, tres historias que terminan juntándose en el hotel del final, con el subsiguiente tiroteo.


Y es en la resolución donde, hasta cierto punto, se nota el carácter más comercial de La huida. Si Peckinpah estaba acostumbrado a torturar a los personajes hasta límites insospechados y dejarlos ahí, sin dar al espectador el gusto fácil de un epílogo; en La huida rescata a Slim Pickens (con quien colaboró en Mayor Dundee y La balada de Cable Hogue) para dar una escena final que deje al espectador con una sonrisa y le haga olvidar cualquier mal trago que haya podido pasar.
No obstante, el hecho de que sus elementos icónicos estén algo difuminados no hace de La huida una mala película, en absoluto.


Aunque pueda ser algo impersonal, el buen hacer de Sam Peckinpah es el gran bonus de la obra, especialmente en lo que atañe a su montaje.
Éste brilla tanto en las escenas de tensión, como en aquellas en que Peckinpah lo utiliza para transmitir sensaciones.
Así, vemos reminiscencias de las ralentizaciones de Grupo salvaje en ciertos momentos (por ejemplo, en la huida del banco).
Por otro lado, el inicio, en que se contrasta la repetitiva vida carcelaria con pequeños apuntes del mundo exterior, nos retrotrae, salvando las distancias, al montaje utilizado en Perros de paja para visualizar el trauma de Susan George.
Una vez McQueen ha salido de la cárcel, Peckinpah utilizará el montaje para regalarnos un momento afable en que disfrutamos del primer día de libertad del protagonista. El director intercala su mirada hacia un lago con escenas imaginarias en que ambos se lanzan al agua, para, momentos después, mostrar a McQueen corriendo hacia ese lago y cortar a los dos protagonistas entrando chorreados en casa. Un momento que contribuye a simpatizar con el protagonista.


Por supuesto, encontramos un gran número de colaboradores habituales. Al fotografo Lucien Ballard cabe añadir los actores Ben Johnson y Bo Hopkins, ambos en Grupo salvaje.
Por otro lado, la presencia del por entonces célebre Quincy Jones en la banda sonora, obedece más al expreso deseo de Steve McQueen que al de Peckinpah, quien había trabajado con su compositor habitual Jerry Fielding en una música ya compuesta y grabada (editada hace pocos años en CD).


El resultado final de La huida es una película extremadamente entretenida, algo desconectado del universo de Peckinpah, pero igualmente valida gracias a una dirección en plena forma y a un guión del posteriormente famoso Walter Hill.


Siguiente artículo: Pat Garret y Billy el niño, el último western de Sam Peckinpah.

miércoles, 22 de julio de 2009

El rey del rodeo



“Hice una película en la que nadie disparaba y nadie fue a verla”


Junior Bonner vuelve a casa sólo para descubrir que su padre está en el hospital y su hermano es un especulador inmobiliario. Así, su meta, aunque humilde, es inalterable: permanecer 8 segundos encima del caballo más difícil del rodeo.


La primera colaboración de Peckinpah con Steve McQueen rompía en forma, no tanto en fondo, con todo lo anterior más radicalmente de lo que hizo La balada de Cable Hogue un par de años antes.
Aunque la historia tenga lugar en tiempo actual, sigue presente el elemento western (muy vinculado con los rodeos) y el rechazo hacia la modernidad. Treinta años después, la subtrama constructora del hermano del protagonista (encarnado por el eterno secundario Joe Don Baker) tiene plena vigencia.
Peckinpah muestra su absoluto rechazo hacia esto ya desde su inicio, donde vemos una excavadora derribar sin miramientos la casa que contenía todos los recuerdos del padre de Junior Bonner.


Si bien la carrera de Peckinpah ha estado cargada del concepto de lealtad y del vinculo entre compañeros, en esta película se presenta un vínculo familiar, en torno al cual gira toda la acción y dentro del cual encontramos el enfrentamiento entre la modernidad, encarnada por el hermano, y la nostalgia, con el rostro de McQueen y su padre, Robert Preston.
El personaje rechaza todo el elemento innovador y se concentra en su vieja obsesión, el rodeo.


Consciente de que no está rodando una película de acción sino un drama familiar, la dirección de Peckinpah se adapta perfectamente a la historia y sabe seguir siendo tan brillante como siempre o, al menos, tanto como la historia le permite.


En El rey del rodeo encontramos momentos tan estimables como el viaje inicial de Bonner (atención a la fotografía de Lucien Ballard) y, por supuesto, el característico montaje, marca de la casa, que aquí tiene vía libre a la hora de dotar a los rodeos, sobretodo el último, de nervio, tensión y emoción.


Así, los personajes de la película terminan despertando simpatía y la dirección de Peckinpah consigue sacar adelante una historia sin demasiado interés ni potencial, convirtiendo El rey del rodeo en una historia tan amena como intrascendente.


Mañana: La huida, segunda colaboración de Peckinpah con McQueen